XI. EN DESPEDIDA.

“No podía haber honor en un éxito seguro, pero mucho podía salvarse de una segura derrota. La Omnipotencia y lo Infinito eran nuestros más dignos enemigos; en realidad, los únicos con los que un hombre cabal podía enfrentarse, pues eran monstruos forjados por su propio espíritu”1.

Al hablar del aparato estatal hablamos de las gentes que encarnan semejante persona jurídica y, en menor medida, del régimen interior que heredan. Odiar a esa persona jurídica -o sentir «fobia» hacia ella-, al gusto de modas culturales recientes, vela su lado empírico. Sin meterse en fobias ni alabanzas, Maquiavelo mostró «cómo se ganan, cómo se mantienen y cómo se pierden los Estados», poniendo en claro que el poder político era y seguiría siendo un fin en sí mismo, al mismo tiempo que siempre pretendería ser un mero servidor de la libertad o la justicia.

Como ante un tanque, con sus blindajes y sus pequeñas escotillas, reflexionar sobre Leviatán se parece al trabajo del artificiero, no sólo por el mecanismo de exterminio allí dormido, sino ante todo por lo que ha de hacerse con aquello; en vez de moverlo, taparlo, iluminarlo, alzarlo a modo de cáliz o simplemente pasar de largo, se trata de abrir y desmontar pieza a pieza, por su preciso orden, un artefacto más o menos sutil en el trazado de sus secciones.

También se parece ese trabajo a descifrar claves, pues la propaganda funciona creando marcos de referencia2, gracias a los cuales el dato viene ya empaquetado, y transmite un mundo empaquetado también. Como vio E. Goffman, los principios que presiden la producción de tales marcos están ocultos por tramas laberínticas o códigos cifrados, si bien ni el laberinto ni la criptografía resisten a una investigación detenida. Son recursos eficaces para entendimientos perezosos, de sesgo consumista o paranoide, y su fuerza reside sobre todo en la variedad. Desempaquetar uno de esos innumerables productos es tan accesible como prolijo resulta desempaquetar siquiera una pequeña proporción de los circulantes. Ante las técnicas ya inventadas de autoenaltecimiento estatal, la ventaja del artificiero y el criptógrafo es conocer su razón de ser, aunque no coincida para nada con su existencia inmediata. En contraste con otros objetos -un corte de tejido orgánico, por ejemplo, o un estrato geológico-, es propio del artilugio ser sólo y perpetuamente medio, instrumento para algún fin.

Traer a colación la teología no parece ocioso en este orden de cosas. Sin lo sacro y eterno -sin el ser en reposo, por contraste con el mundo como devenir-, la organización se enseñorea de todo, incluyendo lo encauzado sin necesidad de organización alguna. Nuestra familiaridad con el control se torna entonces amaestramiento, porque nada hay que nos reclame como un enigma, un don o una presencia suficiente. Se nos olvida entonces elegir al analista, al arquitecto y al jardinero de nuestra fantasía, nuestra casa y nuestra tierra. Esas responsabilidades son desempeñadas de oficio, por quienes han recibido instrucción de oficio igualmente, y en ese momento se disemina la pregunta elemental: ¿por qué?, ¿para qué?.

El deseo de no cargar con «muermos», sostener la marcha en contraria dirección, inventa espacios donde música atronadora y fogonazos de luz instan a mirar y ser mirado sin palabras, yendo de paso aunque solitariamente por un mar de cuerpos muy contiguos. El ritmo sincopado y monótono de sus melodías imita el ritmo con el que se distribuyen las noticias, y la eficacia de altavoces y luces para conmover al danzante ordinario es afín a la eficacia del masaje-mensaje que los media emiten. Herederos del club parroquial en fiestas, el ímpetu frenético que se impone como coreografía de estos lugares delata una necesidad de catarsis. Se parecerían a bacanales recobradas, si no fuese porque el apretujamiento no acaba de disolver las corazas, de manera que la mayoría participa en la ceremonia con disposiciones de catecúmeno. En realidad, su alternativa es acumular tensión en el trabajo y en el tráfico, o descargarla a un ritmo muy inferior contemplando la televisión -e interviniendo quizás en concursos o análogos. De ahí la distinta periocidad que caracteriza a cada expediente.

Dejando intacto el núcleo cómico -que en economía hemos de ser totalmente egoístas, o nada funciona-, coincidimos con generaciones previas en no querer amargar el presente con suspicacias sobre la basura. Lo que sobra se tira, y ya está. Por algún desdichado azar, ajeno sin duda al egoísmo económico, estamos rodeados de basura y, lo que es más, vamos asimilándola en proporciones crecientes como alimento, mobiliario y techo. Del mismo modo, por la misma razón y apoyándose en técnicas compradas a tal fin, soñamos con máquinas que no obedecen al principio de Sadi Carnot, máquinas cuyo input es inferior en costo energético a su output en valor de cambio. Pero eso sólo resulta posible con incautos dinerómanos. Para producir una cantidad x de calor (o de frío) es preciso emplear una cantidad superior a x. La ilusión inversa se mantiene porque omitimos que ese exceso lo está poniendo quizás un peón en Liberia, nuestro clima o el curso de un río. La esencia de la máquina, tal como la conocemos hoy, es pérdida y no captación de energía. Sólo los seres vivos, mientras están vivos, desdicen las leyes de la termodinámica. Sin embargo, el espectáculo favorito de nuestro tiempo es -gracias a un artefacto u otro- obtener mucho por muy poco, lucrarse con enormes rebajas: ganar, en suma.

Si mantener un reflejo condicionado no exigiera periódicos refuerzos, dejaría de ser condicionado. La comedia promocional se distingue de una célula en que cuesta dinero. Eso, se diría, es lo único que le falta para alcanzar la intemporalidad del mito, el ser cristalino de las razones físicas, y para que la distinción permanezca en sombras se está quemando el mundo. Tengamos presente que desenmarañar marcos de noticias o mostrar el engaño de la mecanización puede ser prolijo e incluso arriesgado para alguien; se hace solo, por una disposición espontánea del entendimiento humano en algunos de sus representantes. Esta disposición es un pequeño oponente, comparado con el peso de la inversión organizada, pero subsiste sin exigir inversiones.

En esa medida, descodificar, desenmarañar, descifrar, desactivar ingenios potencialmente explosivos resulta tanto o más probable (en términos estadísticos) que lo opuesto. Conspira a favor de ello que nos guste lo real, el ser librado a la última soledad constitutiva de una vida. La técnica es neutra en principio -busca tan sólo la perfección de unos medios-, y hacer que en vez de imparcial sea sectaria exige sobornarla minuto a minuto.

Estamos en algún asalto del combate por conquistar o permitir que crezca literalmente el entendimiento humano, una batalla donde quienes defienden la propagación del dominio no dudan en recurrir a golpes de toda suerte -desde invocar chivos expiatorios a estratagemas más sutiles de impostura-. A las personas singulares soberanas les queda estar ciertas de que los marcos sesgados son vulnerables, frágiles. Su tramoya se percibe cada día un poco más. ¿Cómo reconocer esta buena nueva? Quizás en cierta sensación de que -casi como por casualidad- se está agotando el tiempo para manipular inconscientemente a grandes masas, y el tiempo para que tantos individuos puedan seguir olvidando lo sustancial en su existencia.

 

NOTAS

1 T.E. LAWRENCE, Un triumfo.

2 En el sentido específico de E.Goffman, como aquello que «permite a sus usuarios localizar, percibir, identificar y etiquetar un número aparentemente infinito de acontecimientos concretos»; cfr. Frame Analysis, an Essay on the Organization of Experience, Harper & Row, Nueva York, 1974, p. 21.

 

© Antonio Escohotado
El espíritu de la Comedia, 1991.
http://www.escohotado.org



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