EL VALOR DE LA CIENCIA

Los científicos nos equivocaríamos suponiendo que modelizar es la única aproximación, cuando permanece abierto el camino de comprender desde dentro (interpretar). Esa conciencia interna fundamenta la comprensión de mis congéneres, a quienes reconozco como de mi propia especie, y con los cuales me comunico a veces de modo tan íntimo como para compartir júbilos y tristezas.

H. Weyl

 

No sin fundamento, los historiadores del quehacer científico destacan las raíces religiosas en el paso de la cosmovisión aristotélica a la newtoniana1 . El mundo-reloj que se abre paso con Galileo es una construcción que remite al omnipotente relojero, y su confianza en una inteligibilidad radical del universo deriva de una previa confianza en el legislador divino. Como observaba Whitehead, la convicción de que todo evento puede conocerse al modo clásico acompaña a un demiurgo muy preciso, construido desde la energía personal de Jehová y la racionalidad de un filósofo griego2 .

A mi juicio, en este proceso queda todavía por destacar el condicionante político. La herencia de la ciencia clásica no es solo un dios único que fija en ecuaciones el devenir de la naturaleza, sino un mundo corpóreo des-animado, expuesto como mera masa en trance de agregación y disgregación mecánica, donde lo rector son entes desencarnados y por eso mismo trascendentes, las llamadas «fuerzas». No me parece, pues, arbitrario traducir la vis galileana y newtoniana por su paralelo gubernativo, y hablar allí de merum imperium o poder omnímodo del Príncipe, pues lo que en definitiva se obtiene es un cosmos-súbdito regido por las reglas inapelables de cierto soberano, aislado de sus vasallos como un emperador en su inexpugnable castillo. Como en el esquema de Hobbes, el conjunto de los seres sucumbiría en un cataclismo inmediato si cada uno se condujese de modo espontáneo, en vez de conformarse con el rol de sombra administrada por un Leviatán providente, única entidad en sentido propio. El orden viene de fuera a dentro, jamás a la inversa.

Del mismo modo que para el soberano los individuos son o leal pueblo o turba sediciosa, la construcción clásica redujo la dinámica a mecánica, imponiendo un universo idealizado donde en vez de singularidades, bifurcaciones y turbulencias hay sólidos regulares e indeformables, describiendo trayectorias lineales prefiguradas por las secciones cónicas. De ahí que lo objectivo sea la Ley, sostenida por el juego de las nunca mejor llamadas «fuerzas», aunque eso suponga conformarse con una objetividad ilusoria, válida tan solo para el álgebra y la fe; lo que exhibe como prueba de adecuación al mundo real es la exactitud en el cálculo de un movimiento reducido a traslación espacial, sin pararse a examinar hasta qué punto la presunta exactitud está viciada por esa previa simplificación del horizonte, y por la tendenciosidad de aquellos instrumentos con los que se pretende ser investigado.

Del mismo modo que el soberano hace abstracción de lo que opinen sus súbditos, el constructo newtoniano hace abstracción de la cualidad para atenerse solo a la cantidad, porque su incumbencia no es el cuerpo como fuente de sentido, sino como masa inercial, sometida desde siempre y para siempre a alguna potencia incorpórea. Del mismo modo que el soberano considera eterna su égida, esa mecánica trata el tiempo como magnitud reversible, reduciendo todo cambio a una mera apariencia de tal: no hay otra irreversibilidad que su dominio. Del mismo modo que el soberano exige acatamiento incondicional, desterrando toda espontaneidad como contumacia o petulancia, esa mecánica empieza y termina en un mundo formado por autómatas ajenos a la innovación. En vez de cuerpos hay masas, en vez de singularidades hay número, en vez de interacción hay leyes.

 

1

Es estimulante que la evolución del pensamiento científico no se haya detenido en una crítica superficial de tales postulados. Modelo de logro teórico, el ordenador ha reconvertido las matemáticas en algo empírico, comparable al cepillo del carpintero y al buril del grabador. Cualquier computadora realiza en segundos operaciones de cálculo que ocuparon cientos o miles de horas a interminables estudiantes, condenados a seguir la nerviosa tiza esgrimida por un docente que llenaba pizarras sin fin, convencido de exponer así la quintaesencia del intelecto.

Reconocidas como no integrales, la inmensa mayoría de las ecuaciones ya no se plantean como un asunto a «resolver». Se tratan en forma iterativa o auto-organizadora, dejando que el proceso haga su camino (iter significa precisamente eso, camino), en vez de clausurarlo mediante alguna solución. Mandelbrot descubrió que bastaba iterar ciertos números complejos para poder percibir objetos reales, y el espíritu de la investigación se desplaza ahora desde la meta clásica, que es reducir movimiento a leyes numéricas, para centrarse en el nexo de las formas y números, siguiendo intuiciones abiertas por la geometría fractal o la constante de Feigenbaum, que captura el ritmo de las bifurcaciones descritas por sistemas caóticos y semicaóticos. Sencillamente, ya no se trata de que el mundo sea adaptado o reducido a una matemática, sino de que la matemática pueda abordar procesos físicos.

Está en entredicho el propio concepto de trayectoria simple (expresada cuánticamente como «función de onda»), pues en vez de ello es preciso considerar colecciones de trayectorias, que ya no satisfacen la ecuación original de Schrödinger sobre funciones individuales de onda3 . Ayudados por el formidable salto en capacidad de computación, los matemáticos del futuro tienen ante sí el desafío de convertir su análisis en algo más parecido a una síntesis, donde en vez de dividir y dividir un sistema hasta obtener fragmentos abordables por su simplicidad pueda narrarse ese sistema como el todo irrepetible que es: un todo no analítico sino siempre superior a la suma de sus partes. Una computadora de dimensión doble procesa más información que dos computadoras de dimensión simple, y esto puede postularse de cualquier complejidad. Para la matemática el reto es ceñirse a sus aplicaciones prácticas, o poder aventurar conceptos teóricos. Lo evidente es que no puede basarse en sí misma, y que -como observa Thom- «en ningún caso tiene derecho a dictar algo de la realidad»4 .

El paso de una ciencia basada sobre lo inerte-abstracto a una ciencia de lo disipativo requiere distinguir entre variables «aritmomórficas» y variables «dialécticas», en los términos de Georgescu-Roegen, pues la representación matemática de procesos lineales equivale a cuantificar, mientras la representación matemática de procesos no lineales equivale a calificar:

La lógica matemática tradicional solo funciona con una clase restringida de proposiciones, como «la hipotenusa es mayor que un cateto», y cae en absoluta impotencia ante proposiciones como «las necesidades determinadas culturalmente son más elevadas que las biológicas» [...] Pero las entidades que cambian cualitativamente son por necesidad dialécticas [...] La probabilidad asociada con los fenómenos naturales es dialéctica porque su espina dorsal, el azar, es una noción dialéctica, ya que azar supone irregularidad, pero -a diferencia de la casualidad intermitente- esa irregularidad es regular5 .

 

2

Caos y orden no son dimensiones antitéticas. Los procesos impredecibles crean un orden comparable (por no decir muy superior) a los espectros de franja estrecha que exhibe cualquier sistema simplificado. Además, gran parte de los fenómenos mundanos ni son puramente deterministas ni puramente aleatorios. La naturaleza presenta «estructura» por doquier, con una vitalidad que funda espacios intermedios constantes. Progresando en matemáticas de sistemas dinámicos, tales tierras de nadie pueden ofrecer su sentido sin sesgo. Eso implica acercarnos a cosas dotadas de complejidad intrínseca -y, por tanto, autónomas-, pero no con el ánimo de controlador frustrado, sino con el asombro y la curiosidad del conocimiento. Los sistemas físicos muestran su riqueza al combinar fluctuaciones y estabilidad, cosa que descarta desde dentro la escisión entre activo y pasivo, real e ideal6 .

Lo propio de estructuras disipativas -trátese de un gas, un cadáver, un planeta o un genoma- es que la energía disipada (entropía) se convierta en información (complejidad), operando como catalizador lo irreversible del tiempo. Las glaciaciones periódicas del cuaternario, por ejemplo, son algo que ni obedece a una distribución media de cambios (siguiendo la ley de los grandes números) ni se explica por modificaciones en la actividad solar o la órbita terrestre. Sin embargo, usando ciertos atractores fractales es posible simular un proceso coincidente con ellas, y como el clima representa una complejidad intrínseca esa simulación ofrece al menos la gráfica de un comportamiento aleatorio, sin abonar la fe en que sea un objeto pasivo o predecible en sí. Es la diferencia entre algo que se representa en trance de ser, frente a algo que se representa antes de ser, obediente a una u otra predestinación.

Poco antes de 1950, gracias a los trabajos de Norbert Wiener y Claude Shannon, el concepto de entropía se vinculó al de información: el grado de orden de un sistema se mide por su cantidad de información, y el grado de desorden por su cantidad de entropía. Una vez planteada la información como entropía negativa o neg-entropía, las complejidades intrínsecas empezaron a concebirse también como intercambio de informaciones. Si un mensaje se ciñe a lo esencial, su contenido en información es máximo y su ruido mínimo. Pero el flujo de mensajes entre emisor y receptor depende de éstos tanto como de su entorno, con lo cual la redundancia o repetición -prototipo de ruido interno- es muchas veces el único recurso para superar otro ruido, esta vez de fondo. Como no hay mensaje si error -no hay señal que llegue íntegra a su destino-, la alternativa de cualquier comunicación es comprimir (prescindiendo de redundancias) o extender (siguiendo el camino opuesto).

Ahora bien, la información relativa a objetos ideales es comprimible en extremo, mientras sucede justamente al revés con objetos reales; para que cualquier ordenador componga un número muy largo, digamos que formado por siete mil sietes, basta la instrucción escríbase mil veces 7, y para que dibuje una parábola basta la ecuación y2= 2x. Sin embargo, para traducir una palabra del habla común (por ejemplo, el vocablo inglés serendipity7 ) hacen falta muchas instrucciones, mucho menos breves, e incluso entonces la traducción resultará mediocre. Si en vez de una palabra tomamos series azarosas de estados o posiciones (siguiendo la conducta de cualquier singularidad) el problema se torna diabólico: no hay manera de generar esas series con instrucciones menos largas que ellas mismas; su información es incomprensible, sin duda porque no dibuja redundancias o repeticiones.

 

3

Comprender viene de comprehendere («abrazar»), y varios siglos de ciencia físico-matemática han ligado lo comprensible y lo comprensible, fundando el criterio de que cuanto no admita comprensión no admitirá entendimiento8 . Pero ciencia no es solo el control que proporciona calcular sistemas idealizados. De hecho, una serie no comprensible contiene mucha mas información que cualquier sistema redundante de señales. Aplicarse a investigar dinámicas caóticas se hace, precisamente, por afán de verdadero conocimiento, en nombre de la alegría que produce obtenerlo. Y aunque el conocimiento no sucumbe por coexistir con un espíritu crítico, ese espíritu se pudre de raíz cuando un híbrido de corporativismo y simplificación reina sobre la realidad, pretendiéndola tan única como abstracta.

La pregunta cada vez más estentórea de estos últimos años -¿es la ciencia un mito?- no admite ya la respuesta convencional, que distingue eras míticas y posmíticas. Los mitos son formas singularmente densas -musicales y pictóricas a la vez- de ligar algo hasta entonces desligado, usadas por el espíritu de cada cultura para expresar certezas y actitudes. Lejos de ser el antimito, la ciencia es un mito grandioso, hermoso, digno de venerarse como norte supremo, donde se concentra una meta potencialmente común no ya a tales o cuales culturas, sino a nuestra especie, porque custodia un fuego que es luz interior a la vez que atención a la luz exterior, y llama a ser imparcial en el juicio. Una actitud semejante enriquece a cualquier grupo humano. Con todo, allí lo admirable es la magnanimidad de reconocerse frágil, individual, sin codiciar una exclusiva de lo verdadero que transformaría su objeto en cadáver.

Este es quizá el sentido último de la actual reforma, donde comprensión no es ya sinónimo de comprensión, y recobra su valor lo aperiódico. El fósil que todavía se enseña como actividad científica paga sus rentas con pretensiones de precisión y anticipación, cada año más erosionadas por la experiencia. Tan erosionadas están, en realidad, que teoría ha dejado de significar algo parecido a intuición, y certeza ha pasado a significar probabilidad. Ciertamente, no es posible calcular -ni con escuadra ni con métodos infinitesimales- aquello que va inventándose a golpes de energía y suerte, en procesos de auto-organización.

Al mismo tiempo, la corporación académica -sobre todo en sus ramas menos matematizables- se aferra al viejo paradigma como un hambriento a su pan. Algunas ramas de la economía, la psicología y la sociología -que nacen marcadas por la prodigiosa complejidad de sus respectivos objetos- pretenden hacerlos calculables o unívocos con burdos aparatos numéricos, encarnados por tests, sondeos y otras variantes encubiertas de influencia9 . Y aunque toda aspiración predictiva implica recortes en lo real, esa reducción alcanza su colmo tratándose de cosas como la hacienda, el ánimo o la sociedad, que piden ser descritas tan fielmente cuanto sea posible, en vez de suponerse sujetas a leyes calcadas sobre la antigua física, para ser así materia de profecías (volcadas, como todas las demás, al autocumplimiento).

Salir al paso de la matemática como inmaculada verdad resulta inútil para verdaderos matemáticos y físicos, que son quienes han demolido el concepto clásico de orden. Pero es urgente para la vasta legión de educadores y becarios acogidos a la profesión científica, cuyo catecismo positivista se funda en ella. Remozado hace más de medio siglo por el Círculo de Viena, ese devocionario gremial asegura que la ciencia está más allá del mito porque prevé con exactitud -cosa inexacta-, y que sus premisas se basan siempre en una verificación (cosa no menos inexacta). Imbuido de semejante ideología -como de verdad revelada lo está quien es ordenado ministro por alguna iglesia-, el profesional de la ciencia cae en la miseria del meta-mítico, que cree en la materia como un materialista y a la vez trata de idealizarla constantemente, reduciéndola a masa inerte.

Detrás late siempre la ordenanza «someted la Tierra», hoy diversificada oferta de control sobre tal o cual campo, que borra la frontera entre amar el conocimiento y prever -o condicionar- un proceso. Dado que Tierra somos también nosotros mismos, hora es de que esas lindes se desenpolven, y lo segundo se entienda como técnica. Por pasmosos y útiles que sean los frutos del ingenio técnico, fuente privilegiada también de intuiciones científicas, someter la Tierra nunca agotará el proyecto de conocerla; «reducir los fenómenos de la naturaleza a leyes matemáticas», como propuso Newton, nunca derogará el arte de describirla sin reducción, tal cual es (o somos).

En definitiva, allí donde el poder pretende jubilar al saber, erigiéndose en principio absoluto de la ciencia, irrumpe un mito enmascarado -y por eso mismo ruin- que es el de lo divino como voluntad o controlador cósmico, símbolo fundacional de la tiranía religiosa y política. No conviene, por eso, olvidar que la mayor parte de nuestra ciencia es descriptiva -saber de botánicos, zoólogos, lingüistas, geólogos, astrónomos, etc.- y que las ramas caracterizadas por su «alto valor predictivo» tropiezan con dificultades colosales para ser mínimamente fieles al mundo de nuestra sensibilidad, al sentido. Están hoy como congeladas en su curso, a la espera de que intuiciones físicas propiamente dichas rompan el círculo vicioso de una realidad reducida, cuya validez depende de ser anticipable.

 

4

Hace bastante más de veinte siglos, Epicuro -un aristotélico con ideas propias- formuló una teoría atómica considerada absurda por los fundadores de la ciencia clásica, pues entendía que todo átomo tiende espontáneamente a desviarse del equilibrio siguiendo un principio de declinación (clinamen). Odiado como quizá ningún otro pensador antiguo por la autoridad eclesiástica, apenas algunas líneas quedan de su extensa obra, que -entre otros- incluía libros sobre física y geometría. Pero la fortuna salvó del incendiario fervor el gran poema de Lucrecio, su principal discípulo latino, llamado Sobre la naturaleza de las cosas, y gracias al trabajo de Michel Serres la física epicúrea ha podido reconstruirse con un grado notable de aproximación. Constatamos entonces que arranca de un protocálculo diferencial -cuyas bases sienta ya Demócrito, aunque solo será desarrollado algo más tarde por Arquímedes-, y expone una teoría sobre la génesis de la turbulencia (diné, «torbellino»). Si nadie entendió ese hallazgo fue porque empezaban las edades oscuras, y el posterior renacimiento científico quiso formalizar una mecánica de sólidos, mientras el epicureísmo daba por supuesta una dinámica de fluidos.

Azar y necesidad, átomos y vacío, unidos por una agitación fluctuante como la turbulencia, que ciertas veces trenza hacia dentro y otras disemina en espiral. El origen es una corriente cualquiera, derramada en láminas paralelas, que la declinación riza siguiendo un principio de turbo o remolino, donde se inventan las estructuras. El movimiento es líquido, aéreo; la declinación hace que ese flujo laminar se desvíe siguiendo un ángulo mínimo o diferencial (clinamen reenvía a clisis, nombre del ángulo en Euclides), tan pequeño como el que describe la tangente a un punto de una curva. El resultado de ese cono mínimo son cascadas y cataratas, creativas y destructivas, eco amplificado de las volutas sucediéndose. Obra de «Venus prolífica», un caos-nube y un caos-caudal desequilibran perpetuamente la balanza, asegurando que las almas puedan conmoverse, y la naturaleza nacer.

Pero la declinación -colmo de la incoherencia científica, hasta hace muy poco- parte del diferencial o infinitésimo, mostrando así cómo un mismo concepto puede generar indeterminismo o determinismo, según se apliquea fluidos o sólidos. El protocálculo de Demócrito y Arquímedes no contempla trayectorias esquemáticas, sino turbulentas, mientras su versión moderna -inagurada por Newton y Leibniz- hará lo opuesto, presentando los fenómenos como líneas simples, regulares, periódicas.

La carga ideológica aparejada a lo simple, regular y periódico es aquello que -de modo muy esquemático- querrían haber expuesto estos capítulos sobre el orden natural. Desde primaria fuimos educados para creer esa precisa versión, tan calcada de lo que pide el militar a sus reclutas cuando hora tras hora, día tras día, grita la instrucción de orden cerrado. Lo novedoso, ahora, es precisamente que sucumbe en nombre de la veracidad y el progreso científico, de su portal hacia dentro, sin depender de rebeliones románticas. Fue un ensanchamiento de la razón, y no una reivindicación de lo irracional, aquello que inaguró el estudio de sistemas abiertos; y, tras pensar lo decretado impensable, sus pioneros regresan llenos de hallazgos, con una comprensión más generosa del mundo. El pavoroso caos, amenaza que cohesionó a tantas generaciones, es sencillamente el orden natural de las cosas, su lado económico o gestionado desde sí.

Precedidos por esos pioneros, nos queda asumir el cambio de paradigma a nivel político y ético. Mientras físicos y matemáticos redescubren que el mundo material no es masa inerte, sino poiesis, autocreación, las instituciones siguen calcadas sobre reglas inerciales, construidas desde la hegemonía del incorpóreo amo sobre el corpóreo siervo. En el modelo aún vigente prima un orden impuesto desde fuera en perjuicio del que brota y podría brotar desde dentro, y esto cuando la entidad del cambio llama a revisar las pautas del acuerdo social, los criterios de mejora y empeoramiento, las definiciones de libertad.

La ruina del esquema clásico viene de una inteligencia que tropieza con lo elemental y sale huyendo10 . Recluido en el interior de una estufa -según parece para «no distraerse con las apariencias»-, Descartes dedujo que todo era dudoso menos el «yo pienso», y de ahí al idealismo posterior, con la propuesta de «concebir la substancia como sujeto», apenas media un paso. Sin embargo, la dinámica del caos implica concebir otra vez el sujeto como naturaleza, devolviendo al ser -como diversidad y unidad autofundada, como complejidad eminentemente real, como gratitud y dispensación- todo aquello que el puritanismo, la trivialidad o el dolor atribuyeron a la nada, o reservaron a la ley de seres trascendentes.

 

REFERENCES

1 Una buena introducción es Burtt, 1952.

2Cfr. Whitehead, 1967.

3 Este es, en buena medida, el argumento desarrollado por Prigogine en su último libro, El fin de las certidumbres.

4 Thom, 1985, pág. 110.

5 Georgescu-Roegen, en Szenberger, 1994, págs. 159-162.

6 Los virus, por ejemplo, son en principio sistemas cerrados que mantienen la estabilidad de un cristal, sin necesidad de intercambio alguno con el medio; pero solo pueden reproducirse hospedándose en una célula, que representa su contrario: un sistema abierto e inestable.

7 Serendip es el nombre de una isla mencionada por Horace Walpole en un relato de 1754, cuyos habitantes suelen descubrir cosas no buscadas gracias a «buena suerte y sagacidad». A juicio de algunos, ese nombre proviene de Sinhaladvipa, antigua denominación de Ceilán (cfr. Wiener, 1995, pág. 47). Una forma correcta de traducir el término es el neologismo serendipia: facultad de hacer hallazgos tan felices como imprevistos.

8 Cfr. Wagensberg, 1985, págs. 56-62.

9 «La utilidad de amplios muestreos estadísticos en condiciones de amplia variabilidad es engañosa y espuria. De ahí que las ciencias humanas sean un mal campo de verificación para la técnica matemática; tan malo como la mecánica estadística de un gas para una cantidad cuyo tamaño fuese del orden de una molécula, donde las fluctuaciones que despreciamos desde un punto de vista más amplio serían asunto del máximo interés» (Wiener, 1995, pág. 50).

10 Lo «elemental» es descrito por cada tiempo. Nuestra época tuvo quizá su escriba privilegiado en el más que centenario Ernst Jünger. «Al hacer su inventario de la situación la persona singular soberana habrá de distinguir las cosas que no merecen ningún sacrificio de aquellas otras por las que hay que luchar. Estas últimas son las cosas inalienables, la auténtica propiedad» (Jünger, 1988, pág. 162).

 

ESCOHOTADO, A. Caos y Orden. Pág. 115-127. Ed. Espasa, 2000

 

© Antonio Escohotado
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