EL MITO DE LA TUTELA

Tras pasar largo tiempo descatalogada, es inminente una reedición de El mito de la enfermedad mental1 (1961), opera prima de Thomas Szasz y partida de nacimiento para la corriente antipsiquiátrica. Aunque buena parte de su contenido merece recordarse ahora, cuando han pasado prácticamente cuatro décadas de densa historia universal, no me centraré en su análisis –ejemplar y quizá definitivo- de la histeria, sino en su aspiración de “plantear una ética igualitaria, democrática” que sostenga posiciones de “mayor dignidad y autorresponsabilidad”. ¿Cómo podría definirse algo semejante?
Sin vacilaciones, Szasz propone investigar por qué “las reglas del juego de la vida deben definirse de modo que quienes son débiles, o se hallan incapacitados o enfermos, deban recibir ayuda”. Una manera de empezar a enfocarlo es exhumando la filosofía de Spencer, tal como se expone en El hombre contra el Estado. En contraste con los precociales, los animales altriciales o de desarrollo lento otorgan a su prole servicios que están en razón inversa de su capacidad, si bien eso sucede en el “régimen familiar”, mientras extrafamiliarmente subsiste en todo momento lo contrario, representado por el “régimen de los adultos de la especie”. Oigamos al propio Spencer:

“Durante todo el resto de su vida, el adulto recibe beneficios proporcionales a sus méritos [...] Si los beneficios fuesen proporcionales a su inferioridad, favoreciéndose la multiplicación de los inferiores y entorpeciéndose la de los mejor dotados, la especie degeneraría progresivamente. El hecho elocuentísimo es que los procedimientos de la naturaleza son diametralmente opuestos dentro y fuera del grupo familiar, y que la intrusión de cualquiera de ellos en la esfera del otro sería fatal para la especie, bien en el periodo inmediato o en el futuro”.

Puede oponerse –y Szasz lo hace- que la animalidad humana es singular, no admitiendo comparaciones directas con otras especies. Sin embargo, es evidente que en nuestras sociedades el “régimen familiar” no se limita a menores y otros minusválidos físicos. Ya sea porque los psicoterapeutas otorgan liberalmente diagnósticos de enfermedad mental, o por motivos adicionales, el juego social básico entre adultos –el trabajo, que reparte los merecimientos- sólo compromete a algunos, mientras otros rehúsan participar en él. ¿Por qué toleran algunas sociedades humanas ese “pasivo”? ¿Acaso están caracterizadas por la generosidad gratuita, por el sistemático desprendimiento? En la nuestra, por ejemplo, ¿acaso es costumbre regalar al prójimo dinero o prestigio? ¿Acaso cada familia y grupo verifica periódicos repartos de los bienes acumulados, como sucede en el potlach de pueblos recolectores-cazadores? Evidentemente, no. Al contrario, se observa una implacable lucha por los medios de vida, dentro de una estructura competitiva que exige constantes tributos laborales. Rara vez, si alguna, ha sido más categórico el principio antiguo: tanto tienes, tanto vales. Con todo, esa exigencia de rendimiento se reparte también de modo desigual, como si además de ella estuviese vigente lo opuesto, y ese opuesto fuera lo idóneo.

I

En efecto, la religión judeocristiana “fomenta la incapacidad y la enfermedad”. Su Dios ama a los sumisos, a los pobres de espíritu, a los débiles, a los necesitados, a los cobardes, a los impotentes. A la inversa, el éxito en la vida, la independencia, la salud, la fuerza de espíritu, el arrojo, la potencia sexual y los demás ingredientes de la alegría resultan sospechosos. Quienes posean esas cualidades positivas no sólo no tendrán premio en el Cielo, sino que en la Tierra habrán de servir a los poseedores de cualidades opuestas, negativas. De ahí que hallemos en los evangelios observaciones como ésta: “Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que fueron hechos tales por mano de los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos por causa del reino de los cielos; el que sea capaz de hacer esto, hágalo” (Mateo, 19,12).
Según Szasz, la “maniobra masoquista” de temer la felicidad en general consagra una “psicología de esclavo”, donde los individuos –y con buenos motivos- “se abstienen de expresar su satisfacción por temor a que el peso de su carga aumente”. La diferencia se halla en la manera de jugar el juego primario, la capacitación laboral.

“Aunque el esclavo no haya terminado su trabajo, podrá influir en su amo para que le conceda un respiro si muestra signos de inminente colapso [...] Manifestar signos de cansancio –prescindiendo de que sean auténticos o no- quizá produzca un sentimiento de fatiga o agotamiento en el actor. Creo que este es el mecanismo responsable de la gran mayoría de los estados de fatiga crónica, antes llamados de ‘neurastenia’ [...] Muchos pacientes de esta índole están inconscientemente ‘en huelga’ contra personas de quienes dependen. En contraste con el esclavo, el hombre libre fija sus propios límites, y trabaja hasta concluir satisfactoriamente su tarea. Entonces puede disfrutar de los resultados”.
Dios –y también el rey, el padre, el médico, el director espiritual, el comisario, etc.- se mostrará tanto más exigente y punitivo cuanto menos pasivo e incompetente sea el individuo, pues “complácese Jehová en los que le temen, y esperan de su misericordia” (Salmos, 147, 10-11).
La pregunta a hacerse es qué consecuencias tienen semejantes reglas cuando son asumidas por adultos no minusválidos. Según Szasz, apenas es conjeturable la medida en que:
1) reducen la confianza de hombres y mujeres en sí mismos
2) fomentan su dependencia e imprevisión
3) estimulan la hipocresía
4) sugieren servirse de la propia incompetencia para coaccionar a otros, prolongando indefinidamente situaciones artificiales de parasitismo.

El ejemplo más luminoso y universal de este cuadro de consecuencias es el propio clero encargado de administrar los cultos –tanto el cristiano como el de otras religiones-, que resulta por definición “inútil” para aquello donde en principio deben ser útiles las demás personas, y que será por eso mismo sostenido, además de quedar exento en materia tributaria, militar, etc. La única excepción a semejante pauta era la antigua tradición judaica -donde el rabino estaba obligado a conocer un oficio, para no enseñar la ley divina por interés crematístico-, pero hasta esa salvedad perdió vigencia.
El principio que recomienda tener fe y despreocuparse del resto –expuesto paradigmáticamente en las palabras del Cristo, cuando propone ser tan imprevisor como los pájaros o las plantas- contiene una invitación al descuido, la pasividad y la incompetencia:

“Puesto que el comportamiento de los llamados enfermos mentales –y en especial la histeria de conversión- está íntimamente vinculado a incapacidad o desgana por lo que respecta a participar en el juego de la vida, resultará instructivo llamar la atención sobre ciertos preceptos bíblicos [...] que condenan de forma explícita la autoayuda y la maestría. En realidad, se interpreta que quien desea ayudarse a sí mismo tiene ‘poca fe’ [...] Gran parte de la psicología analítica gira en torno al problema de descubrir exactamente quién enseñó al paciente a comportarse de ese modo, y por qué aceptó él esas enseñanzas”.

Es llamativo que Szasz llegue a estas conclusiones sin hacer mención de Nietzsche, y aparentemente sin recurrir a su tesis sobre una conspiración platónico-cristiana, basada sobre el resentimiento, cuya tarea es “difamar a la Tierra”. Szasz llega a citar a Marx (que sin duda no es santo de su devoción), concretamente cuando habla de la religión como opio del pueblo y pide dejar atrás “un estado de cosas que necesita ilusiones”. Pero no hay la más mínima alusión a la ética del superhombre, ni a sus análisis de la oposición entre señorío y servilismo. Semejante cosa podría explicarse como consecuencia de que Szasz es un judío húngaro, emigrado con su familia a Estados Unidos –siendo aún adolescente- para huir la persecución nazi, una ideología que enarboló al autor de Así hablaba Zaratustra como uno de sus profetas. A mi entender, la explicación es otra, pues Szasz busca ante todo sentar las bases de una ética y una medicina igualitarias, y ni el amo ni el esclavo aceptan ser puestos en un plano de igualdad.

“Si bien algunas reglas bíblicas se proponen aliviar la opresión, la tesis general fomenta el mismo espíritu opresor [...] Cada esclavo es un amo potencial, y cada amo un esclavo en potencia. Debemos recalcar este hecho, porque es inexacto y engañoso oponer la psicología del oprimido a la del opresor. Lo necesario es, más bien, oponer la orientación propia de ambos a la psicología de la persona que se siente igual a su prójimo”.

II

Contemplada a vista de pájaro, la historia describe el proceso donde el reino de una minoría compuesta por fuertes o capaces sobre una mayoría de débiles o incapaces –los Imperios antiguos- se transforma en lo contrario, primero siguiendo orientaciones como el Sermón de la Montaña, y luego gracias a movimientos revolucionarios, que empiezan a triunfar desde finales del siglo XVIII. Aunque Szasz no entre en ello, dicha inversión contiene una dialéctica profunda –la del amo y el siervo precisamente-, en cuya virtud el originalmente oprimido o “incapaz” va fortaleciéndose o capacitándose en la misma medida en que el opresor, originalmente “capaz”, se va debilitando al disfrutar un régimen de molicie y privilegio.
Quizá por omitir esa dinámica subyacente, Szasz entiende que “el destino ineludible de todas las revoluciones es el establecimiento de nuevas tiranías”, cosa tan evidente en un nivel como corta de vista o unilateral en otros. Eso hace que su propia posición no se conciba como una consecuencia de procesos históricos previos, sino en términos de alguna manera intemporales, semejantes al estatuto de los símbolos en lógica formal, aquejados por esa generalizada falta de sustancia que exhibe el pensamiento de sus maestros, los creadores de la filosofía analítica. De ahí que esta pragmática democratizadora se contraponga a alternativas presentes y pasadas de organización política, si bien constituye en realidad el resultado –o uno de los resultados- de dichas alternativas. “Cuando la refutación es a fondo”, observaba Hegel, “deriva del mismo principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante aseveraciones y ocurrencias contrapuestas”.2

III

Por otra parte, la perspectiva estática de Szasz no está exenta de intuiciones valiosas, que se adelantan a su tiempo en muchos sentidos:

“El principio general de que una regla liberadora puede convertirse, a su debido tiempo, en un método de opresión tiene amplia validez para todo tipo de maniobras destinadas a modificar las reglas. Esto explica por qué es tan dificil hoy abogar con sinceridad por nuevos sistemas sociales, que simplemente ofrecen otro conjunto de nuevas reglas. Aunque se necesiten constantemente nuevas reglas, si la vida social ha de proseguir como un proceso tendente a una autodeterminación y complejidad creciente del ser humano, es indispensable mucho más que un mero cambio de reglas”.

Nuevo, sin más determinaciones, es desde luego un concepto gaseoso, que destila simple aburrimiento. Pero cuatro décadas después de escribir ese párrafo, hoy, el paradigma científico que ha jubilado a la física newtoniana (así como sus retoques relativistas y cuánticos) se articula precisamente sobre los conceptos de autoorganización y complejidad. Lo que no se encuentra ahora por ninguna parte es aquello ubicuo para Galileo y sus sucesores –fuerzas inmateriales rigiendo una materia inerte o pura masa, con arreglo a trayectorias lineales, regulares y reversibles-, pues en vez de esa construcción nos vemos devueltos a un mundo propiamente físico, donde la realidad descartada por caótica –lo fractal, bifurcado, irreversible- emerge como imprevisto aunque manifiesto factor estructurante, verdadera y única fuente de orden e invención en la naturaleza. Aquello que Szasz llama “mucho más que un cambio de reglas” se identifica finalmente con una ética (médica, social, política) basada en la reciprocidad. En otras palabras, ni reino de los fuertes sobre los débiles ni la inversa, sino una “igualdad humana universal (de los derechos y las obligaciones, es decir, para participar en todos los juegos de acuerdo con la capacidad de cada uno)”.
Este igualitarismo no sólo no está reñido con un respeto por la singularidad de cada persona o grupo, sino que parece ser el único punto de apoyo firme para una soberanía social e individual de la libre diferencia. Es en realidad una meritocracia, que continuamente dirime quién debe ayudar y quién ser ayudado, hora a hora y época a época. De ahí que su principal adversario esté en “los mitos religiosos, nacionales y profesionales”, cuyo rasgo genérico es fomentar la perpetuación de juegos infantiles “exclusivistas”, basados en “pautas de conducta mutuamente destructivas”. Su propósito es idealizar hagiográficamente a cierto grupo –aquél al que pertenece o querría pertenecer el individuo-, y sus consecuencias son unas pésimas relaciones con la verdad.
Lo esencial es que el sujeto no puede decirse la verdad, pues ese lujo sólo pueden permitírselo quienes intervienen en el juego de la vida sin semejante rémora. De ello derivan las “trampas”, “estafas” y “teatralizaciones” del llamado enfermo mental, prototipo de existencia inauténtica. Lo auténtico –y aquí se cuela un retazo de pensamiento existencialista- es jugar por jugar, sabiendo que cada juego tiene sus reglas, y aceptando también que no vale jugar dos o más juegos al mismo tiempo, ni observar las reglas de uno en otro.
Neurólogos por formación y vocación, los fundadores de la psiquiatría creían que todos los llamados pacientes mentales eran “imitadores y farsantes”. Sus herederos prefieren creer que todos los imitadores y farsantes son enfermos. Mostrar las etapas de ese proceso, y su incoherencia radical, funda la antipsiquiatría como corriente. Gorki dijo que “la mentira es la religión de los esclavos y los amos”, definiendo con notable anticipación por qué los psiquiatras contemporáneos no admitirán ese elemento como causa y efecto de lo que sus pacientes son y hacen. Justamente porque no rompen el círculo vicioso del señorío y la servidumbre, llamarán “antihumanitaria” (y “antipsiquiátrica”) a la mera franqueza. La mentira se ignora o se considera otra cosa (amnesia, disociación...), en la misma medida en que el médico trata a los adultos como si fuesen niños, arrogándose el papel del pater familias romano. A eso contesta Szasz que él se ha limitado a reformular una de las primeras observaciones de Freud: “la hipocresía es un problema psiquiátrico esencial ”.
¿No será la mentira histérica –y no serán otras mentiras, como las conyugales- un intento de hacer predecible la comunicación, de jugar a controlar los movimientos del otro jugador, por supuesto haciendo trampa? Se miente por seguridad, y el mismo motivo hace que se admitan las mentiras. “Al decir una mentira el mentiroso informa a su interlocutor que le teme y desea complacerlo [...] Quien acepta la mentira informa al mentiroso que también necesita mantener la relación”. Hay igualmente mentiras piadosas, mentiras por respeto, y un largo etcétera de excepciones a una abierta expresión de la verdad. Pero lo que distingue al mentiroso por “enfermedad mental” de todos los demás es una adhesión tan firme a la insinceridad que, aparentemente al menos, ni siquiera en su fuero interno reconoce estar mintiendo.
Desde la vida misma como juego, su desdicha deriva de que esa última trampa desvirtúa el juego de raíz –en tanto que algo apoyado sobre “sentimientos de placer y esperanza, y una actitud de expectativa curiosa y estimulante”-, pues no sólo traslada el objetivo desde dentro (orientación hacia el dominio de cierta actividad) hacia fuera (coacción aplicada al resto de los jugadores), sino que borra el fin primario de participar, convirtiendo cada juego en algo absolutamente sometido al resultado. De ahí que la persona histérica se asemeje tanto al deportista profesional, cuya satisfacción no deriva de jugar bien y honestamente, sino de ganar a cualquier precio, cosa del todo imposible ya a medio plazo si no median toda suerte de fraudes.

 

IV

La tesis de Szasz –que la enfermedad mental es un mito, y que los psiquiatras no se enfrentan con patologías, sino con dilemas éticos, sociales y personales- supone redefinir valores. En vez de apoyar pautas de acción (“reglas de juego”) que fomentan la puerilidad y la dependencia, el psiquiatra debería basarse en aquellas que apoyan lo contrario: “reglas que subrayan la necesidad de que el ser humano se esfuerce por alcanzar maestría, responsabilidad, autoconfianza y cooperación”.
En definitiva, la clientela del psicoterapeuta está formada ante todo por individuos que no quieren renunciar a juegos aprendidos en fases tempranas de su vida, siguiendo un triple esquema de conflicto. Unos se aferran a las reglas antiguas, rebelándose contra los retos que plantea aprender las actuales; otros tratan de superponerlas, mezclando juegos mutuamente incompatibles, y otros se aferran al generalizado desengaño, “convencidos de que no existe ningún juego digno de ser jugado.” Esto último, añade Szasz, parece afectar singularmente al occidental contemporáneo. En efecto, el cambio se ha acelerado allí tanto que hasta los opulentos tienden a “compartir el problema del inmigrante”, obligado a reaprender casi todas sus pautas de vida por el hecho mismo de mudarse a otra civilización.

“Se diría que el hombre moderno hace frente al problema de elegir entre dos alternativas básicas [...] Una es desesperarse a raíz de la utilidad perdida o el rápido deterioro de juegos penosamente aprendidos. La otra es responder al desafío de la incesante necesidad de aprender [...] y tratar de hacerlo satisfactoriamente”.

Por otra parte, la alternativa está resuelta para quien tenga “el deseo sincero de cambiar”, porque elegirá el escepticismo ante toda suerte de “maestros oscurantistas”, representados paradigmáticamente por mitos religiosos, nacionales y psiquiátricos. Para cambiar es preciso “aprender a aprender”, y semejante cosa demanda una alta medida de flexibilidad.
Esta conclusión retiene evidentes elementos de validez. El revival islámico y nacionalista, por no hablar del terapeutismo coactivo, siguen siendo formas de jugar torpe o tramposamente el destino de libertad y comprensión aparejado a nuestra especie. A nivel singular, lo mismo sucede con los males nerviosos, luego llamados enfermedad mental, que de un modo u otro pasan por alto el juego de aprender a aprender. Sin embargo, el aspecto quizá más actual de este ensayo sea su propuesta de una ética basada sobre principios de reciprocidad, que Szasz llama libertaria (libertarian).
Muy debilitada por el paso del tiempo, la diferencia entre izquierdas y derechas depende de precisar qué bienes serán gratuitos, semi-gratuitos o –cuando menos- “socializados”, porque el conservador considerará “beneficencia” aquello que el progresista entiende como “derecho”. Inclinando por ahora la balanza, el catastrófico resultado del socialismo llamado real puso en la picota el proyecto de lograr policialmente que sociedades e individuos sean tan altruistas como laboriosos, preparando así una eventual desaparición del Estado como aparato coactivo.
Lo sorprendente en el libertarismo de Szasz es que –mirados de cerca- sus planteamientos no están tan lejos del Manifiesto Comunista. Lo diferencial reside más bien en la desarmante franqueza de Szasz, comparada con el híbrido de voluntarismo y determinismo edificante de Proudhon o Marx. En efecto, El mito de la enfermedad mental acaba proponiendo que es una dura carga para los capaces o trabajadores aceptar una ética no igualitaria, cuya práctica social por excelencia consiste en recompensar la incapacidad. Dicho de otro modo, nos hemos acostumbrado a sentir la compasión por el débil como una de las pocas virtudes indiscutibles, quizá inconscientes de que eso se convertiría en palanca de chantaje para personas desprovistas de compasión alguna, a quienes conviene fingir una debilidad u otra para coaccionar al resto.
Aunque la magnanimidad honra y honrará siempre a cualquiera, no es para nada lo mismo ser generoso por decisión propia que sostener una estructura institucional donde dar muestras de cuido, actividad y competencia supone ser obligado a compensar el descuido, la pasividad y la incompetencia de otros, los “débiles de espíritu” bendecidos por el Sermón. Szasz observa que un escenario semejante sólo puede promover fraudes. Los diligentes, honrados, previsores y cooperativos darán muestras de sensata prudencia ocultándolo -y hasta corrigiendo en lo posible esos rasgos- para no suscitar un peligroso rencor, primero, y una segura explotación, después, por parte del resto. El resto, evidentemente, será o bien alguna variedad de sádico facha o bien algún aspirante al parasitismo perpetuo, en nombre de una vendetta difusa que se arroga la representación del progreso.
Psicoanalista crítico, pero psicoanalista a fin de cuentas, Szasz se explica las trampas del juego principal como un efecto de la envidia que el irresponsable siente por el responsable, y como un justificado miedo a ella por parte de este último. Sin embargo, la propuesta de jugar la partida democrática hasta el final, sin zancadillas, no está exenta de paradoja, ya que funciona como bisturí para situaciones de dependencia. Sólo son dependientes justificados o enriquecedores para sus cuidadores los niños, los viejos y los minusválidos3. El resto debería ser educado en la escuela del juego limpio, cuyas reglas carecen de misterio alguno. Implican no pedir sin dar, no recibir con ingratitud (en última instancia, eso significa cooperar) y, correspondientemente, aprender cuanto antes a hacer algo que sea útil para nuestro prójimo, a quien por fuerza habremos de solicitar o comprar innumerables servicios durante la existencia.
Nada tan sencillo de entender, al mismo tiempo que tan problemático. El Estado del welfare, modelo indiscutible hace unos años y ahora amenazado de naufragio, tiene un reflejo de su crisis en la dificultad que experimentan padres y maestros a la hora de transmitir sus pautas de vida a hijos y alumnos. Dibujando otra parte del mismo cuadro, quienes antes depositaban sus ahorros en bancos a cambio de un interés atractivo –opulentos tanto como humildes- se ven obligados a apostar en la ruleta de la bolsa, o asumir el riesgo de aprender a ser empresarios, esto es: autoempleados. Por su parte, el obrero a la antigua (revolucionario, altruista, explotado) dio paso a un epítome del inmovilismo, que ignora su responsabilidad en el éxito de la empresa donde cobra, y que la explotaría sin piedad de no ser porque ella flexibiliza su despido.

 

V

Para completar el paisaje, una managerial revolution separó el control y la propiedad de las corporaciones, creando una clase ejecutiva a quien corresponde hoy gran parte del gobierno mundial Correlativamente, los mecanismos de la democracia parlamentaria –adaptados a épocas donde difundir noticias resultaba muy caro y lento, pues llegaban a través de pregoneros, barcos de vela y diligencias- se mantienen intactos en una era donde difundir noticias resulta baratísimo y rapidísimo. Aunque es perfectamente posible hoy que lo fundamental de las leyes y decisiones políticas se adopte por vía de referéndum, y que una rigurosa descentralización sea compatible con altos grados de coordinación, la consulta al ciudadano se restrinje a votar gobernantes, y la descentralización es algo cada vez más ilusorio, que en vez de reducir el número de agencias gubernativas las multiplica. Por supuesto, eso asegura que cualesquiera nostálgicos del templo y la milicia puedan reciclarse como clase política.
Impensable hace apenas medio siglo, el botín universal es ahora gestionar dinero o votos de otros, un insólito cuerno de la abundancia que invita a replantear la cuestión del parasitismo. Durante milenios, ser capataz del dueño era un oficio mal pagado, y dedicarse a la política costaba dinero (bien por daño emergente o bien por lucro cesante). La novedad del ahora –que el administrador sea el verdadero dueño, y que el verdadero representado sea el representante- supone un cambio de grandes e inagotadas consecuencias.
Adoptando la perspectiva de Szasz en 1961, cuando se propuso narrar el mito de la enfermedad mental, podríamos plantear la génesis de una alegoría comparable, el mito de la tutela consustancial. Heredero de leyendas teológicas, nacionales y terapéuticas, este mito extiende el estatuto de dos estamentos decaídos –el eclesiástico y el nobiliario- a dos estamentos en ascenso –el ejecutivo y el político-, cuyo rasgo común consiste en gestionar patrimonios o voluntades de otros, pero obrando con la autonomía de los albaceas testamentarios, que administran la voluntad de personas muertas.
Al mismo tiempo, conviene tener presente que esas transformaciones son parte de la historia democrática, y corresponden a una fase precisa en el alumbramiento del pueblo, un ente político tan esencial como hipotético. Sujeto antes a las riendas de gobiernos dictados por el derecho de dioses y reyes, parte del pueblo –concretamente el colectivo de accionistas y votantes- ha delegado sus intereses en algunos, villanos por origen pero nobles por responsabilidad adquirida. Así, el gobierno de uno -monarca celestial o terrestre- cede paso al gobierno de algunos, cumpliendo la voluntad de un todos que permanece aún en la tesitura de mayoría simple. El desafío del futuro inmediato parece ser que esa mayoría simple no oprima demasiado al resto, y que dicho resto –convertido en mayoría reforzada por incorporarse a él la multitud de no accionistas y no votantes- encuentre formas de participar en el rumbo del mundo.
Obsérvese, por último, que se trata de una opción ética. El etiquetado como enfermo mental pisotea la ética porque quiere coaccionar sin fundamentos convincentes a nivel discursivo, y para ejercer ese chantaje dramatiza una debilidad que convierte en dependiente suyo al independiente. No menos pisotean la eticidad quienes se erigen en albaceas de los vivos, sosteniendo el mito de una tutela consustancial. Llevándolo a sus últimos fundamentos, el mitologema que subyace a ambos es Hércules, un paradigma de autosuficiencia4 forzado a trabajar para una variada colección de autoinsuficientes.
Como observa Szasz, mientras reine cosa distinta de la reciprocidad los no desidiosos ocultarán sus satisfacciones y logros, “por temor a que el peso de su carga aumente”. Pero no es mala época la actual para replantear el principio de la acción recíproca en economía y política. Por una parte, jamás hubo tanta prosperidad, tan prolongada paz y tantas libertades. Por otra, al engaño de hacer cumplir las reglas divinas ha seguido el engaño de gestionar vitaliciamente las humanas, lo cual significa que el representante suplantará sistemáticamente al representado, ofreciendo su candidatura como altruista devoción por el bien común. Es la sociedad del riesgo, un apasionante momento en la historia del espíritu.

REFERENCIAS

 1Círculo de Lectores, Barcelona, 1998.

 2Fenomenología del espíritu, versión W.Roces, FCE, México, 1966, p.18.

3En el sentido de que atenderles produce una realimentación básicamente positiva –análoga al fenómeno que la bióloga L.Margulis llama simbiogénesis- para personas y grupos.

4Como algunos recordarán, prefería caminar a montar, dormir al raso antes que bajo techo, comer tortas de cebada a las delicadas viandas de un banquete, departir amistosamente a impartir órdenes.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



Development  Network Services Presence
www.catalanhost.com