EL LUGAR DE LO ABORRECIBLE

La costumbre de ver briznas de paja en el ojo ajeno, pasando por alto una viga instalada en el propio, explica quizá que las propuestas del profesor Barea sobre RTVE apenas motivaran debate. Convertida la televisión en soberano de los medios, tendemos a considerarla tan autárquica como el clima o los propios dioses. A pesar de ello, hay al menos dos razones para plantearse una reforma de su rama pública. La primera es que cuesta más de medio billón al año, cifra muy llamativa si se compara con el presupuesto anual destinado para Educación y Ciencia. La segunda es que su programación resulta básicamente aborrecible, sin por ello evitar un sistemático déficit.
Aborrecible no es aquí una mera cuestión de gusto, como preferir zapatos de rejilla a alpargatas, sino una consecuencia de optar por el autodesprecio. Como observaba cierto director de la BBC, “popular” no está reñido con “valioso”, y el deber de quienes gestionan un servicio público es que lo valioso se difunda. Bien otra cosa es jugar a la baja, conformarse con informaciones sesgadas o incompletas, e ignorar por sistema la ácida lucidez de la comedia. Por ejemplo, que el embaucador, el bufón y el ricacho, objetos tradicionales de la burla cómica, se presenten ahora –recubiertos de ternurismo- como reserva ecológica de lo humanamente digno. La ideología sería una forma de pensar, semejante a cualquier otra, si no quisiera elevarse a regla de lo real por el más cuartelero de los procedimientos: llenando el máximo número posible de planos y segundos.
Por lo demás, se comprende que cualquier gobierno quiera tener su propio y multitudinario medio de comunicación, cuando así lo permiten las leyes. Otra cosa sería pedir que sus representantes se curtieran en silencioso e íntimo trabajo, sin cámaras y micrófonos prestos a resaltar sus cotidianas ocurrencias. No obstante, una cosa es que tenga un canal expresivo, y otra que emita en dos frecuencias cuarenta y tantas horas de cada veinticuatro. Semejante disparate sólo puede desembocar en distintos agravios.
A mi juicio, la 2 es un canal tolerablemente bueno. Algo más de esmero bastaría para hacerlo comparable al Channel 4 y otras televisiones del planeta, que se dirigen a la inteligencia del espectador, en vez de aplicarse a hurgar en pliegues de su cerebro reptiliano. También es cierto que esa precisa circunstancia disuade a algunos adultos, inclinados por principio al paleoencéfalo. Sin embargo, competir con las cadenas privadas en este terreno no es leal para con ellas -que deben autofinanciarse-, y tampoco es leal para con los ciudadanos. En efecto, estos últimos esperan de TVE –y de las autonómicas- un servicio público, pero en vez de ello topan con un Ente que mendiga audiencia como el trilero, añadiendo a esa desvirtuación de sus funciones formas más o menos flagrantes de monopolio y oligopolio.
¿Qué solución habría? Quizá tener una sola cadena de TVE, compuesta por una versión potenciada de la 2, entendiendo por ello más y mejores informativos, más documentales, buenas películas y algunos foros de debate, donde no más de dos o tres personas reflexionen sobre lo que sea. El resto –prácticamente toda la 1, salvo algún equipo de reportaje- bien merece privatizarse sin demora. El aficionado a su actual programación no sufrirá lo más mínimo, ya que las productoras que vendían variedades y materiales parejos al Ente se entenderán de inmediato con el nuevo comprador. Y tanto el Gobierno como el resto de la Administración seguirán teniendo su cuota en el mercado audiovisual, sólo que una cuota ceñida a la meta de ilustrar e informar.
Imagino como alegable -en contrario- que esa super 2 tendría menos televidentes. Aunque se vería compensado con creces por las economías derivadas de vender nuestra fábrica nacional de telebasura, esto es obvio a corto plazo. Pero no es obvio a medio y largo plazo, ya que hay franjas sobradas de población para mantener televisiones todavía más austeras –piénsese en la CNN-, cuyo éxito de audiencia ha ridiculizado la línea plebeyista de Murdoch o Berlusconi, construida sobre el falso dogma de que esa opción es la única rentable.
En todo caso, cualquier televisión pública barata y digna es rentable a un nivel mucho más profundo, afín a las ventajas que se derivan de tener museos, bibliotecas, colegios y universidades. Gestionando rentas e instalaciones públicas, distribuiría un bien público tan indiscutible como las artes y las ciencias, sin perjuicio de añadir a esa oferta toda suerte de amenidades respetables, porque muchas películas son decentes sin necesidad de sermonear sobre la naturaleza humana. El espíritu resulta tan exigente como llano, apegado a mil pormenores y bifurcaciones.
Un mínimo de realismo lleva a comprender que los gobiernos tienen todavía mucho de ideológico, en el sentido antes expuesto. Hasta ahora, mandar se ha basado ampliamente en el uso de espejos deformantes para distribuir la información; antes era en aras de la fe, ahora en las del gusto popular. Pero los tiempos han cambiado mucho para el cultivo del mando político. Se impone por eso admitir incondicionalmente que los particulares ofrezcan sus servicios, siguiendo la legítima meta de ganar dinero (aunque sea sobre la base de nutrir y promover pura mediocridad), y dejar restringido lo general –aquello sustentado con rentas públicas- al cultivo de la veracidad y el ingenio.
Al igual que bastantes otros asuntos, éste merecería elevarse sin demora a plebiscito, tanto autonómico como nacional. Cada vez más hipotecado a magnates de tipo Murdoch o Berlusconi, el gobernante de nuestros días tiende a desdibujar las lindes entre pasatiempo e información, masaje ideológico y actualidad, siguiendo un viejo criterio cuyo fondo es preferir el populacho al pueblo, pues el primero se conforma con mamporros, payasadas y circos, mientras el segundo espera que el dinero de los impuestos sufrague cosas distintas, o sencillamente se ahorre, para que cada cual elija sus diversiones sin contribuir -por fuerza- a una subvención masiva de teleporquería.
Lo malo del caso es que el mero planteamiento de las alternativas incomoda a quien se promueve como incondicional servidor de la voluntad ciudadana. ¿Nos jugamos algo a que esta cuestión no sólo no se eleva a consulta popular, sino que ni siquiera promueve una tendenciosa encuesta de barrio, como esas que encargan al Centro de Investigaciones Sociológicas?

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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