EL FUTURO DE EUROPA (II)

Terminaba el artículo de ayer sugiriendo que sin una política fiscal común, y sin las posibilidades redistributivas derivadas de ello, el euro y el pasaporte comunitario podrían acabar en un grandioso fiasco. Por otra parte, el proyecto de la UE nunca ha sido del agrado de todos, y el ciudadano bien puede preguntarse a qué viene eso. Guerras y traiciones han mediado más que comprensión y ayuda mutua entre los Estados europeos. ¿En nombre de qué confiar a una criatura de pocos años un asunto tan delicado como la deuda tributaria de todos? Los argumentos favorables al proyecto supranacional europeo no son muchos. El más difundido apela a una dimensión que permita competir sin handicap en el ajedrez de la economía planetaria.

Aunque la riqueza viene ante todo del ingenio emprendedor (cuando no del crimen), el tamaño importa mucho en algunas ramas empresariales, cuya viabilidad peligra sin los desembolsos que hasta ahora solo podían permitirse empresas norteamericanas. En apoyo de ese argumento están ciertos éxitos de la cooperación europea; el consorcio Airbus, por ejemplo, ha roto el oligopolio mundial de Boeing y Douglas, que hasta hace muy poco se repartía la demanda de grandes reactores comerciales, y por eso mismo acabó haciendo productos progresivamente peligrosos para el pasaje.

Puesto que la independencia es tan dificil como deseable, este argumento vale mientras no distraiga de la meta prosaica para el europeo, que es calidad en la oferta de bienes y servicios. Pero la mera conveniencia económica sólo mueve a asociarse en unas cosas, y fundirse en otras, porque una larga historia de guerras y alianzas excluyentes ha desembocado en un acuerdo de enmienda, donde -como en una familia dividida por el reparto del patrimonio- los herederos prefieren la composición al litigio. Ahora bien ¿en qué coincide ahora Europa? ¿Cuál es el patrimonio? A mi juicio, consiste en una tradición humanista, que empezó inventando los derechos civiles y que hoy conoce una prosperidad distinta de la norteamericana, no basada tan solo en criterios de rentabilidad a corto plazo.

Con unos 400 millones de habitantes, la UE actual tiene un producto interior bruto próximo a los siete billones de dólares, que dobla al de Japón y supera algo el de Estados Unidos. Rica en artesanos y otros profesionales, cuna de muchas maestrías, anda rezagada en sectores clave (biotecnología, nuevos materiales, microprocesadores, programas de ordenador), con empresarios que todavía se ciñen demasiado a productos de demanda estable, renunciando a intervenir en mercados irregulares de alto rendimiento. Pero ningún continente es tan pacífico, liberal y cultivado. Ninguno tiene –ni de lejos- una proporción comparable de estudiantes, ni de parados que cobran, ni de pensionistas por jubilación propia o ajena, ni de funcionarios por concurso-oposición, ni de asegurados con una póliza u otra.

La desigualdad social es allí mucho menor que en el resto del planeta, sus bancos son mucho menos propensos a la quiebra, y su población disfruta de las vacaciones más largas, tanto pagadas como no pagadas, sencillamente obtenidas. Redondeando este cuadro, en sus confines se abolió hace tiempo la pena de muerte. He ahí la argamasa del Viejo Mundo. Anacrónico o pionero –eso depende de la perspectiva empleada-, este espíritu no florece en todos sitios, y es para la mayoría de nosotros una fuente de amor propio, que desearíamos conservar y ampliar. Aunque los EE.UU. sean la actual locomotora del planeta, y aunque el futuro económico inmediato esté en el Pacífico, el presente del civismo –entendiendo por ello una aspiración moderada pero terca de libertad, igualdad y fraternidad- discurre ante todo entre el Báltico y el Mediterráneo, alimentada por parajes y temperamentos inusitadamente distintos. Internet, teléfono o gasolina cuestan aquí tres veces más que en EE.UU., desde luego, si bien hay seguridad social, más o menos deficiente en función del grado en que prospere la chapuza.

Además, gracias a un sector público fuerte podemos tener trenes-bala, o túneles como el del Canal de la Mancha, empresas que para un gobierno como el norteamericano –dedicado a portaaviones mastodóndicos y misiles- son insufragables. Algunos proponen que Europa imite la privatización de todo, mejorando nuestra competitividad a costa de hacer cada vez más exigente el trabajo. Otros consideran que eso es una epidemia de salvaje neoliberalismo. Y otros entienden que el problema de la seguridad social es soportar fraudes y servicios defectuosos, en ningún caso la seguridad social en sí. Tan mayoritarios son estos últimos que ningún gobierno europeo se atreve a ponerlo en duda.

Habría un clamor favorable a la huelga fiscal, en momentos escabrosos para unos recaudadores que se concentran en la franja media de ingresos, otorgando bula a las franjas superiores. A mi juicio, una unidad fiscal europea haría más probable gozar sin demasiados sobresaltos las ventajas de una moneda y un territorio común. La actual UE no tiene medios económicos para paliar o remediar crisis nacionales y regionales, que lógicamente se acabarán produciendo, y quedará librada entonces a que los gobiernos de turno encuentren –por unanimidad- rectos antídotos.

Un Tesoro común respaldaría mejor nuestra apuesta cívica. Y como sólo se trata de una idea, otra ventaja es que nos hace reflexionar sobre los tiempos escabrosos –hoy y mañana- donde el recaudador entona cantos de solidaridad, mientras requisa anaqueles en la despensa del humilde. La culpa no es suya, sino de su patrono y de la cosa en sí. Los impuestos directos son progresivos (cuando gravan de verdad la “renta disponible”), o bien se encarnizan con algún sector indefenso (aunque con escasa “renta disponible”), y entonces son regresivos; cualquier graduación viene luego, dentro de la progresividad o dentro de la regresividad. Sacar el tema a debate, pensar en ello, cobra nuevos bríos y perspectivas al nacer una entidad del calibre de la UE.

Las reflexiones pueden servir de poco, pero de menos aún sirven las pontificaciones. A esta última línea corresponde considerar el asunto como algo remediable dando vueltas a “la tortilla”. Los Estados andan metidos en una carrera fiscal a la baja, tratando de retener en sus confines a capitales que desde la globalización son perfectamente nómadas, e irán donde menos Fisco haya; de ahí que los impuestos progresivos hayan pasado a ser regresivos en tantos países civilizados.

Tratar dicho asunto desde sus perfiles concretos, sin tics parroquiales ni cínicos, buscando modalidades prácticas de arbitraje, convoca a los adormilados para que se sacudan ideológicos sopores y discutan con los avispados, usando a recaudadores del Báltico y del Mediterráneo para cualquier detalle técnico. Ya me valdría, aportar un solo grano de arena a esa playa.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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