EL FUTURO DE EUROPA

En más de una ocasión he sugerido que la UE no sólo debería tener una moneda común, sino una política fiscal común. Tras pagar la cascada cotidiana de tributos indirectos, rascarse el bolsillo todos los junios es tan peliagudo –y a la vez tan inexcusable- que tiempo atrás soñé un IRPF con las tarifas y deducciones del de Holanda, gestionado por un servicio de inspección como el sueco. En la suave pesadilla aparecía también la señora Thatcher, cuando en 1990 quiso imponer una tasa por habitante (el poll-tax) para poder derogar una previa tasa por propietario. No figuraba en el sueño la grata noticia de que eso le costó el cargo.

Los eventuales trabajos preparatorios de una política fiscal común, y la decisión última, corresponderían al Parlamento de la UE, que se recluta por autonomías, sin depender tan directamente de cada gobierno como la Comisión. Y la naturaleza de ese foro reabriría el debate sobre algo contradictorio por ahora, que nos tiene dudando entre perseguir o apoyar el fraude. ¿En qué proporción pagaremos el gasto público del siglo XXI? La enjundia del asunto excusa simplezas ideológicas, y sospecho que ningún acuerdo llegará a producirse, o quedará en papel mojado, mientras omita un franco arbitraje entre los distintos grupos de contribuyentes. Y, a mi juicio, si en algo pueden coincidir es en un principio de reciprocidad generalizada: doy para que des, doy porque diste.

Pero la conveniencia de una política fiscal común no viene solo de que replantearía el qué y el quién de los tributos, una cuestión abandonada hoy a manejos arbitrarios. Más allá de esa conveniencia, que nos afecta uno a uno, está consolidar el proyecto de la propia UE. En efecto, las perspectivas de seguir unidos pasan por convertir el presente barniz de integración en un cimiento más tenaz, pues sus miembros están y estarán expuestos a seismos económicos e incluso políticos. Tras un ciclo de subida, los mercados empiezan a bajar, y es de suponer que bajen mucho más. Con unos estatutos donde se consagra expresamente el principio de que cada mástil aguantará su vela, la UE actual carece de recursos para remediar o paliar crisis semejantes, tanto localizadas como genéricas. Se entiende bien que en las fases iniciales de integración primen pautas de estricta responsabilidad, para excluir conductas gorronas o victimistas de países libremente reunidos. Sin embargo, la UE tampoco puede mantenerse en una fase inicial de integración, so pena de acabar haciéndose inviable.

Llamada finalmente a constituir un sistema federal como el norteamericano, o confederal como el suizo, consagrar indefinidamente la discrecionalidad de sus gobiernos nacionales en impuestos, justicia y otros campos –una discrecionalidad respaldada por el derecho de veto ante cualquier iniciativa en contrario- representa aferrarse a su prehistoria, en detrimento de su historia. Los dos fenómenos más novedosos del presente, la globalización y la regionalización, son en realidad un solo fenómeno, visto desde el revés o el derecho de unos prismáticos. Al igual que en las demás formas de la vida, la condición de crecimiento para cualquier estructura es poder descentralizarse sin desintegrarse, creando un tejido de centros autónomos y a la vez estrechamente coordinados. De ahí que el figurante anacrónico en el teatro de este tiempo sea la Nación-Estado, otrora su actor principal.

Ahora parece un estanco arancelario sin futuro, apoyado únicamente sobre la inercia del ayer. Por otra parte, esa inercia sigue operando, y el proyecto original de Monnet y Schumann –una “Europa de los pueblos”, que supere las divergencias tradicionales de sus Estados- solo pudo salir adelante gracias al apoyo de los mandatarios de cada Estado, que arbitraron la necesidad del voto unánime en algunas materias, reservándose así un derecho de veto. Sugiero que la UE dificilmente superará sus pruebas –ante recesiones, inflaciones y otras adversidades- si esa unanimidad no se transforma en modos más democráticos de decisión, y si continúa necesitando tratados internacionales (como los de Maastrich o Amsterdam) para establecer normativas.

Mientras eso siga pendiente, los ajustes recíprocos tenderán a erosionar el respaldo de las poblaciones, haciendo que un retorno al estado previo parezca cada vez más un mal menor. “La integración”, observaba Soros, “es un proceso dinámico: en caso de no avanzar, es probable que retroceda”. Como él mismo añade, “el desencanto se expresa a través de una creciente minoría que rechaza la idea de Europa y abraza tendencias nacionalistas o xenófobas. Es de esperar que la élite política sea capaz de movilizar a la opinión pública una vez más, pero ahora la iniciativa debe dirigirse contra dicha élite. El pueblo debe afirmar el control político directo de la Unión”. ¿Cómo? Aquí comienzan las dificultades. Llevamos dos siglos largos metidos en el parto de ese yo/nosotros –el “pueblo”-, heredero nominal de los monarcas divinos, y algunos modos de acelerar dicho parto han producido inauditas masacres y opresiones, perpetradas sobre masas aparentemente redimidas gracias a mesías políticos.

Por otra parte, cosas impensables hace cien años –por ejemplo, un sufragio que incluyese mujeres, jóvenes, pobres, desocupados, itinerantes y personas de otra etnia o religión- son ahora derechos elementales. Tanto como huir de ingenuidades edificantes, deberíamos huir de la misantropía que presenta al “pueblo” como pelele, entre otros motivos porque el pesimismo es aquí un atuendo del conformismo. Mirándolo con buena voluntad, algo parecido a “afirmar el control de la Unión” ocurrió a principios de año, cuando el Parlamento europeo despidió a la Comisión por incompetencia y nepotismo.

Aunque la medida fue un castigo burocrático, puso de relieve la diferencia entre miembros del Parlamento y miembros de la Comisión. Burócratas todos, los primeros representan a las regiones (mantengan o no una reivindicación nacionalista), mientras los segundos representan a los Estados. Estos últimos tienen la dificil labor de servir a quince soberanos con nombre y apellidos, cuya amenaza potencial es movilizar patriotismo excluyente. Los primeros, delegados por muchas más circunscripciones, no sufren tanta presión.

Por un momento, supongamos que unos y otros querrían aplicar pautas de económica eficacia a los servicios comunes, como desea el ciudadano de todas partes. El caso es que sin una política fiscal común, y las posibilidades redistributivas derivadas de ello, la moneda y el pasaporte comunitario podrían acabar en un grandioso fiasco.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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