EL CLAN Y LA SECTA

Ante la escalada de atentados, un amigo me pregunta con cierta desesperación qué hacer. Le comento que sería oportuno un referéndum en Euskadi, y que mientras tanto el Gobierno parece llevarlo bien, evitando formas de guerra sucia. Los GAL fueron un balón de oxígeno para ETA. Sus asesinatos, en cambio, abren la perspectiva de un gobierno vasco no integrado por nacionalistas.

He ahí un progreso. Por otra parte, ya sabemos que quienes pretenden redimir aquellos parajes a bombazos aspiran a votar ellos solos. ¿De dónde viene una opinión que si no matara provocaría risa? Entre otros muchos, Juaristi y Savater han analizado el fenómeno con singular maestría, coraje y conocimiento de causa. Sólo disiento de ellos en una generalización a mi juicio excesiva o algo simplista –que el nacionalismo sea siempre una estupidez maligna-, pues el nacionalista sensato pide descentralización administrativa y respeto por sus tradiciones.

Pero sí coincido en el análisis de este nacionalismo específico, y aporto al efecto una carta escrita hace casi medio siglo por Ïñigo de Loyola: “En manos de mi superior debo considerarme como un cadáver sin inteligencia ni voluntad; igual a una masa de materia que sin ninguna resistencia se coloca donde le place a cualquiera; como un bastón en manos de un ciego que lo usa de acuerdo con sus necesidades y lo pone donde le conviene. Así debo ser en manos de la Orden, para servirla como ella considere más útil”. Sustitúyase Compañía de Jesús por ETA y sin movernos del sitio, en la misma villa de Loyola, hay casi medio milenio más tarde unos cuantos tan deseosos de esclavitud como san Ignacio (para “atender a la salvación de crédulos e incrédulos”), y tan inclinados como él a confundir hegemonía con libertad. Loyola luchaba contra la Reforma, en defensa del catolicismo romano. ¿Contra qué lucha ETA? Si no me equivoco, contra lo que Adam Smith llamaba “gran sociedad”, definido mucho más tarde por Popper como sociedad abierta, y por Hayek como sociedad libre..

Los colectivos tribales se articulan sobre una solidaridad basada en medios y fines comunes. Si alguno acumula mucho, debe cederlo a quienes acumularon menos, pues el fin común por excelencia es la igualdad, aunque sea una igualdad definida por la jerarquía. De ahí que su orden sea una estructura cerrada, opuesta tanto a nuevos fines como a nuevos medios. Es la sociedad pequeña, presidida por caciques-padrinos, que vive de contraponer miembros a no-miembros, permitiéndose tratar al extranjero peor que al aborigen.

Las sociedades grandes no son solidarias en ese sentido, y un acuerdo sobre medios (las reglas jurídicas y morales del juego cívico) permite fines particulares –asumidos por asociaciones voluntarias- tanto como fines individuales. Si alguno acumula mucho, se entiende que enriquece a varios y da empleo a bastantes, pues el propósito más común y reconocido es la ganancia personal. En vez de jerárquicos estos colectivos son anárquicos, ya que lejos de imponer identidad tribal cultivan una cosmopolita libertad como factor de cohesión y valor supremo.

En lugar de recurrir al arbitraje de caciques-padrinos apoyan el imperio de una ley que no otorga trato diferencial a miembros y no-miembros, extranjeros y aborígenes, negando a los unos el privilegio para defender a los otros del despojo. Por razones que no vienen al caso, aunque manifiestas, el segundo tipo de sociedades prospera incomparablemente más -incluyendo nivel de vida para los menos ricos y atención a los incapacitados- que el primero. Tanto es así que no necesitan conquistar por invasión, sino que les basta y sobra la seducción ejercida por los abundantes frutos de su anarquía.

Viven de y para la diversidad, acogiendo por igual el egoismo y el altruismo, el talante conservador y el innovador, con la única condición de que el mismo derecho valga para todos. Saltan chispas cuando estos modelos sociales se superponen, porque al brillante rendimiento de las sociedades abiertas oponen un visceral arraigo las sociedades cerradas, cuyos modos de vida y creencias parecen abocados a la extinción. Y en efecto lo están, porque al convertirse el extraño en cliente, socio, vecino o simple conciudadano todo el entramado cultural del orden restringido se derrumba como un castillo de naipes. Para evitar esa ruina de sus tradiciones –cuya contrapartida son la prosperidad y la libertad que otorga ingresar en un colectivo ampliado o extenso- el solidarismo clánico instala a menudo una venta coactiva de “protección” como etapa intermedia.

Dicho purgatorio –el de vivir en una sociedad grande, aunque bajo las reglas de una sociedad pequeña- lo soportan tantos emigrados chinos, por ejemplo, sujetos al impuesto general sobre la renta de cada país y al mucho más irremediable de su clan. Ridículo sería, si no fuese trágico, que pase lo mismo en la España del siglo XXI y sin necesidad de emigración siquiera, justificando el sometimiento de indefinidos vascos a una variante loyolista de las tríadas chinas, la camorra napolitana y otras tantas criaturas de la sociedad cerrada, allí donde funciona como parásito de alguna sociedad abierta. No es este un asunto de argumentos, aunque lo parezca.

Las ideas políticas o ciudadanas son patrimonio de las sociedades extensas, en contraste con las representaciones familistas o aldeanas, cuyo transfondo acaban siendo cromos de algún álbum doméstico. Son en realidad dos modos de vida en colectividad, tan distintos al menos como el cráneo de Neanderthal y el de Cromagnon. Cuando Ïñigo de Loyola estuvo largo tiempo muy enfermo, y concibió su empresa salvífica, la biblioteca de la mansión familiar contenía vidas de santos exclusivamente. Con menos justificación, dadas las abundantes bibliotecas actuales del país vasco, la de ETA sigue compuesta por memeces de Sabino Arana, maoísmo albanés y vidas de nuevos santos, como Pakito o Urrusolo. Ningún ignorante inspira tanta lástima como el satisfecho de serlo.

Ahora toca a todos los españoles cargar con ese parásito tribal, so pena de quedar expuestos a futuros asesinatos. Pero nada de nuevo tiene que las ambiciones mafiosas de un clan aprovechen las reglas generales del Estado de derecho, para hacer valer así con menos riesgo sus privadas metas. Y es, por eso mismo, el momento de la entereza para el resto. Nos alegramos mucho, para empezar, de que tantos extorsionadores y sus sicarios se pudran en la cárcel, como merecen.

Nos alegramos también, y mucho, de que sus propios paisanos reciban con progresiva náusea la oferta de “protección” que dispensa el clan. Nos alegramos, por último, de que ninguna sociedad abierta haya cedido políticamente al chantaje de una sociedad cerrada, por la misma razón que impide meter una caja muy grande dentro de una caja diminuta. Sin perjuicio de seguir proponiendo un referéndum en el país vasco –que deslegitime aún más a ETA, o mida menos equívocamente el alcance de su influencia-, la agenda marca denuedo, firmeza, confianza en los medios lícitos de lucha.

Como observaba Karl Menger, “aquellos pueblos que más pobres son en bienes reales suelen ser también los más ricos en bienes imaginarios”. Quédense estas personas con su raza y su catecismo sangriento Nuestra ventaja absoluta sobre semejantes energúmenos clánicos, aupados a sanguijuelas del orden abierto, está en no parecernos a ellos. Nosotros tenemos tantos fines como personas. Ellos tienen miles de personas con un solo fin, que además de único resulta ser miserable.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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