AUTOEXPOSICIÓN ACADÉMICA

Ejercicio de currículo para una habilitación a cátedras de sociología celebrada en febrero de 2006.

Antonio Escohotado
Foto: Igor Gayarre


Desde muy pronto me atrajeron los volúmenes en principio menos amenos de la biblioteca familiar, y de cuando era pequeño conservo un cuaderno con el pomposo título “Historia del pensamiento occidental”, en el que copiaba fragmentos de la obra homónima de Bertrand Russell con pueril seriedad. Estaban a punto de terminar diez años de vida en Río de Janeiro, mientras mi padre fue agregado de prensa en nuestra embajada. Casi todo cambió cuando pasé del trópico pagano al nacionalcatolicismo mesetario de nuestros años 50. Pero aquella vocación intempestiva se mantuvo intacta.
Teniendo claro que estudiaría Filosofía, y reconociendo la sensatez del consejo paterno que sugería una carrera con más salidas profesionales –como Derecho-, empecé ambas aunque sólo terminase los estudios de leyes, decepcionado por un cuadro docente de Filosofía sumido aquellos años en un diálogo de sordos entre neotomistas, neopositivistas y neomarxistas. Cuando me licencié, al disgusto de no conseguir el premio extraordinario se sumó la satisfacción de ganar unas oposiciones a la asesoría jurídica del ICO, un puesto compatible con el de ayudante en las Facultades de Derecho y Políticas de la Complutense, un seminario sobre Kant y Hegel en la Universidad Autónoma y un encargo de curso sobre Psicoanálisis en la extinta Escuela de Antropología.

Mi catedrático de Filosofía del Derecho y luego director de tesis, Luis Legaz Lacambra, que tradujo La ética protestante y el espíritu del capitalismo y estudió con Kelsen, quedó sorprendido cuando se la llevé meses antes de terminar la carrera. Me pidió unos días para examinarla, y tuvo la bondad de considerar que bastaría añadirle un capítulo sobre ley moral y ley positiva en Kant. El trabajo debió leerse a principios de 1968, y habría sido entonces el primero presentado en España sobre Hegel, pero el presidente del tribunal -decano entonces de la Facultad- lo consideró escandalosamente anticatólico, por no decir ateo, y fue retrasando la lectura por diversos medios, incluyendo el de impedir el quórum con su propia ausencia. Finalmente pude defenderla con éxito, y poco después aparecería publicada por Revista de Occidente con el título La conciencia infeliz. Ensayo sobre la filosofía hegeliana de la religión. Suscitó algunas recensiones favorables, culminadas por un premio desaparecido –el de la Nueva Crítica- en 1972.
Desarrollando ante todo las propuestas del joven Hegel, La conciencia infeliz relee el Antiguo y el Nuevo Testamento para transformar en concepto (Begriff) lo que allí sólo aparece como representación (Vorstellung). Por ejemplo, el milenarismo apocalíptico presenta el fin del mundo como un evento de tipo meteorológico (diluvio, terremoto, erupción volcánica), y cae en lo supersticioso. Pero si dicha representación se capta en su concepto veremos una guerra entre la Sabiduría y la Profecía de Israel, que engarza con un cambio radical en la mentalidad y las instituciones antiguas. Lo mismo sugiere la naturaleza divina de Jesús, que para la representación es algo probado por milagros y dogmas, cuando captada en su concepto significa más bien que lo divino y lo humano se pertenecen inseparablemente, y que eso mismo funda la exigencia de un respeto absoluto entre personas, en definitiva los “derechos humanos”.
La conciencia infeliz recapitulaba sus resultados analíticos presentando una distinción entre el cristianismo como religión positiva y como hito en el desarrollo del espíritu occidental. En tanto que religión sería la realidad captada en forma de fantasía y viceversa, la verdad extrañada de sí. Fue mi primer planteamiento de la divergencia entre fines intencionales y resultado.

Los problemas para leer la tesis hicieron que mi primer libro aparecido fuese Marcuse: utopía y razón (Alianza Editorial, 1969), escrito cinco años después del primero, y anticipado por dos artículos que aparecieron en la Revista de Occidente. Como Marcuse había querido fundir a Hegel con Marx y Freud, mi ensayo analizaba la viabilidad de dicho proyecto. Destacaba por eso hasta qué punto era una síntesis muy atractiva para aquél preciso momento –marcado por una apoteosis de la “contestación” y el optimismo ingenuo-, y hasta qué punto arrastraba vicios epistémicos demasiado graves para no considerarlo insuficiente, e incluso trivial, en algunas de sus premisas. Me detuve especialmente en tres. Primero, Freud era sometido a la camisa de fuerza típica del marxismo entonces, que era una identidad de estructura entre alienación y represión, a todas luces insostenible. Segundo, Hegel resultaba olvidado en lo esencial de su método –la dialéctica-, que no consiste en “enjuiciar” sino “exponer” los fenómenos. Tercero, resultaba cómodo presentar el leninismo como una traición al marxismo, pero era una tesis puramente romántica proponer que la sociedad comercial podría abolirse sin un recurso a Partido único, censura y otras violencias.
Publicado al poco de Mayo del 68, cuando las pintadas proclamaban “Marx, Mao, Marcuse” por media Europa, el libro se agotó en menos de un mes. Pero no accedí a reimprimirlo, entendiendo que había sido escrito con precipitación y autoimportancia, basculando entre defender la “crítica de la cultura y la sociedad” de los frankfurtianos y poner de relieve sus limitaciones. El libro incomodó al marxismo español del momento por “revisionista”, provocó una breve polémica con el intelectual orgánico del momento -Gonzalo Fernández de la Mora- y obtuvo alguna reseña positiva. Si no me equivoco fue el primer estudio dedicado aquí monográficamente a la Escuela de Frankfurt. A título privado, la mayor satisfacción que me deparó la semi-notoriedad alcanzada por este ensayo y el de Hegel fue que apareciesen por mi seminario en la Autónoma o por casa jóvenes aún no licenciados y llenos de talento –Pablo Fernández Flórez, Fernando Savater, Félix de Azúa, Javier Echeverría-, con los cuales iniciaría una fructífera relación.

Por lo demás, para entonces estaba ya embarcado en un proyecto más ambicioso de autoaclaración, que implicaba a fin de cuentas empezar a hacer realidad aquél infantil cuaderno llamado “Historia del pensamiento occidental” mencionado al comienzo. Me pareció que ese proyecto exigía una dedicación incompartida al estudio, complementada por un método para pulir y ampliar los recursos expresivos que podría ir cumpliendo casi insensiblemente con traducciones. De ahí pedir una excedencia voluntaria en el ICO -donde llevaba por entonces el servicio de fusión y concentración de empresas-, dejar Madrid por un entorno rural y vivir como traductor. Así pasaron diez años, hasta que una vacante en la UNED –la de adjunto para Ética y Sociología- me devolvió al ámbito académico. Naturalmente, mi actividad de investigación no se interrumpió sino más bien al contrario, y su primer fruto fue De physis a polis. La evolución del pensamiento griego desde Tales a Sócrates, publicado por Anagrama en 1975, un texto que sigue siendo bibliografía sobre presocráticos en alguna Facultad de Filosofía.
Dicho libro era en realidad un apéndice al trabajo de ontología fundamental que empecé llamando Física como sistema de la lógica, y que tras varias reescrituras acabó apareciendo como Realidad y substancia, publicado por Taurus en 1985. Quizá una perversa confusión entre substancia aristotélica y substancias psicoactivas hizo que ese tratado de metafísica acabara agotándose una década más tarde, cuando empezaron a aparecer mis investigaciones sobre drogas, lo cual provocó en 1996 una segunda edición donde pude revisar a fondo cada página. Si hojeo ahora el volumen me deja atónito tanto trabajo aplicado a un género obsoleto, pero sirvió para hablar menos de prestado; esto es: para redescubrir el sentido de las categorías –espacio, tiempo, nada, materia, forma, ser, esencia, existencia, posibilidad, necesidad, actividad, vida-, y evitarme ulteriores hallazgos inconscientes del Mediterráneo. La metafísica es poesía en prosa, y conocer a Spinoza o a Leibniz introduce a las sutilezas de lo supremamente simple. Siendo éstas unas habilitaciones para Sociología, otra área de conocimiento, sobran más comentarios. Con todo, no puedo resistirme a observar que Realidad y substancia anticipa una reflexión sobre azar y caos que empezará a ser no ya pertinente sino inexcusable en teoría económica y ciencias sociales estos últimos años.

Cumplida mejor o peor mi pasión de adolescente por la filosofía pura, las investigaciones emprendidas después apuntan todas a fenómenos complejos o propiamente humanos. La primera es Historias de familia, publicada por Anagrama en 1978, un ensayo sobre sociología del género reelaborado en profundidad por Rameras y esposas (aparecido en la misma editorial en 1993). Partiendo de cuatro mitos –Gilgamesh e Ishtar, Zeus y Hera, Hércules y Deyanira, José y María-, el análisis se centra en distintos modos de asumir nuestro destino genérico con sus respectivos fantasmas, que son Cronos devorando a sus hijos y la matriarca aniquilando al patriarca, ella sola o con ayuda de algún hijo. Tras exponer e interpretar las fuentes de estos cuatro mitos, el libro desemboca en un repaso del derecho conyugal en la antigüedad y el presente, seguido por un epílogo sobre el movimiento feminista.
En Historias de familia la mayor parte del volumen se dedica a la muy abundante mitografía sobre Hércules, cuya figura es expuesta como paradigma antiguo del proletario, sumiso e insumiso inseparablemente. En Rameras y esposas esa sección se comprime para exponer el conflicto entre decencia y libertad que caracteriza a la mujer grecorromana, donde sólo las rameras censadas como tales tenían el estatuto jurídico de un mayor de edad.

Omitiendo algunos artículos en revistas de pensamiento, y el comienzo de una colaboración regular en prensa diaria –concretamente tribunas de Opinión para El País-, mi siguiente investigación reseñable es Majestades, crímenes y víctimas, publicada por Anagrama en 1987, un ensayo sobre sociología del poder que examina delitos aparentemente tan dispares como propaganda ilegal, homosexualidad, apostasía, eutanasia, blasfemia, prostitución, prácticas mágicas, idiosincrasia farmacológica, pornografía y contracepción, esto último ilustrado por el caso de la feminista Margaret Sanger, condenada en Estados Unidos a principios del siglo pasado por “atentar contra la fertilidad del matrimonio” en un artículo donde explicaba el método Ogino.
Mi objeto fue mostrar que estas singularidades jurídicas –marcadas por un inusual grado de desprecio por la ley en cada época- penden crucialmente de modas y variaciones culturales, pero remiten en todos los casos a un proceso mucho más rígido que se realimenta en cada época borrando la frontera entre moral y derecho, con efectos inevitablemente corruptores para ambas esferas. Apoyar la moral sobre coacciones externas –proponía allí- es tan autocontradictorio como castigar penalmente una conducta donde no median ni lesión física o patrimonial ni denuncia de parte. El capítulo más extenso del libro, que documenta el delito de brujería, extrae como conclusión, por ejemplo, que un derecho regulador de la magia sólo puede ser magia, nunca derecho.
En los años 60 el jurista británico Edwin Schur había definido la paradoja de unos crimes without victims, pero mi investigación proponía un paso analítico adicional al remitir ese campo de prohibiciones al injusto arcaico por excelencia que es la lesa majestad, un desafío a cierta auctoritas originalmente religiosa que en sociedades secularizadas puede desplazarse sobre nuevos poderes, amparados en pretextos científicos, como la “farmacracia” descrita por Thomas Szasz. Que todos los ordenamientos jurídicos conocidos, incluyendo los democráticos, contemplasen unos u otros crímenes de mero desafío me llevaba a plantear su conflicto con el principio constitucional de la libertad como valor supremo. De ahí la conclusión alcanzada: todo crimen de lesa majestad implica un crimen de lesa humanidad, y representa la inercia de sociedades esclavistas gobernadas por una lógica militar-clerical.
Me he detenido un poco más en esta investigación porque despertó interés entre penalistas, criminólogos, fiscales y jueces. En abril de 1989, dos años después de aparecer el ensayo, la jurisprudencia española emitía el primer fallo absolutorio por delito provocado, y en los debates internos que llevaron a revisar la doctrina previa mi argumentación estuvo entre las consideradas. Nuestra judicatura no ha dejado en lo sucesivo de ser refractaria a la tentación moralista del legislador, y casi todos los delitos fundados en el desafío a alguna autoridad extrajurídica se han descriminalizado, aunque la eutanasia (un desacato a la providencia divina) siga siendo una asignatura pendiente. Quizá convenga recordar que en 1987, al publicarse Majestades, crímenes y víctimas, la blasfemia acababa de abandonar el elenco de conductas castigadas por nuestro Código penal. En 1993 publicaría Emilio Lamo de Espinosa su notable Delitos sin víctimas: orden social y ambivalencia moral.

La siguiente investigación a que debo referirme es Filosofía y metodología de las ciencias sociales, publicada en 1989 por el Ministerio de Educación y Ciencia, manual de la asignatura que imparto en la UNED. Se trata de un texto próximo al medio millar de páginas, pensado como introducción general al pensamiento y ordenado cronológicamente por sus principales manifestaciones, donde Ptolomeo, Galileo y Newton, por ejemplo, reciben una atención igual o mayor que Platón, Hobbes y Locke. La propia experiencia docente, y ante todo el hecho de haber ido adquiriendo nuevos conocimientos, me llevaron a rescribir el texto en una versión que reforzara aún más su orientación multidisciplinar, añadiendo varias secciones para incluir el desarrollo de la teoría económica, o la gran crisis de fundamentos en matemáticas que se dispara con las primeras geometrías no euclidianas, aspectos antes omitidos. Esta versión aparecería en 2003 como Génesis y evolución del análisis científico, un título más acorde no sólo con su contenido sino con el que espero darle en el futuro, pues pienso seguir puliendo esa estructura hasta el fin de mi tiempo.
En sentido literal, analizar es separar, dividir. Pero todo hallazgo del espíritu humano –desde la rueda a una escuela de pensamiento- es analítico en un sentido más exigente, que al separar elementos prepara y cumple también alguna síntesis. A mi juicio, una historia cabal del análisis científico debería incorporar bastantes más campos de los que sugiere nuestra especializada profesión; sin ir más lejos, una crónica de las patentes y no sólo de los libros. Con todo, acercarme a esa biografía de la inteligencia -sin perjuicio de saberla perfectamente inagotable- es una meta que me persigue desde el pueril cuaderno que les mencioné al comenzar.
Historia general de las drogas aparece también en 1989, y llevar adelante un proyecto tan vasto fue posible porque tuve acceso a las fuentes originales del experimento prohibicionista gracias a mis contratos como traductor free-lance de Naciones Unidas en los veranos de 1983 y 1984. La biblioteca de la Narcotics Division en su central de Viena me ofreció el fenómeno con todo lujo de detalles, algo inestimable cuando hasta entonces el tema ofrecía unos pocos estudios de naturaleza científica, y estaba oprimido por toneladas de sensacionalismo y desinformación.
Por otra parte, simplemente cumplir el título del libro exigía combinar disciplinas muy diversas no menos que haber ido recogiendo datos muy dispersos también, pues se trataba de algo no por ignorado menos relevante como capítulo en la historia de la religión y la medicina, transformado de la noche a la mañana en un tema tan explosivo como la sexualidad a finales del siglo XIX. Si se prefiere, tras milenios de uso lúdico, terapéutico y sacramental los psicofármacos se habían convertido en una empresa tecnocientífica destacada, que empezó incomodando a la conciencia católica norteamericana y acabó moralizando el derecho del mundo entero, mientras comprometía a la economía y tentaba al arte.
Era un prototipo de fenómeno donde se tensa al máximo la relación entre anomia y mecanismos de integración social, en el cual la multitudinaria disidencia indicaba a fin de cuentas vitalidad colectiva Como observara Durkheim en Las reglas del método sociológico, cuando algo antes anodino se eleva a fuente principal de las condenas, y crece en vez de contraerse con la persecución, “no sólo implica que el camino está abierto a los cambios necesarios, sino que en ciertos casos prepara esos cambios”.
La Introducción del libro terminaba diciendo que para convertir la historia de la ebriedad en un apéndice realmente ilustrativo sobre la condición humana sería necesario el esfuerzo de otros muchos investigadores, que añadiesen al esquema ofrecido las innumerables informaciones todavía dispersas en multitud de documentos. Estaba seguro de que otros estudiosos laboraban ya en sus respectivos países sobre el mismo asunto, y esperaba que mi trabajo sirviera de peldaño para crónicas más sólidas sobre esa historia particular inserta en la historia universal. Sin embargo, me equivocaba al pensar que la materia iba a producir casi de inmediato trabajos metodológicamente análogos, que relacionaran datos procedentes de sociedades distintas y los de cada una con sus pautas tradicionales.
El resultado fue más bien que mi libro quedaría como obra de referencia, suscitando en jóvenes y menos jóvenes un fenómeno que quizá pueda llamarse ilustración farmacológica, pues planteó ese campo como un objeto más de conocimiento, donde la quintaesencia del peligro se concentra en la ignorancia. Para lo sucesivo, a las conjeturas y futuribles en boga –qué pasaría si tal o cual droga cambiase de régimen- mi trabajo iba a aportar un listado muy amplio de ejemplos sobre qué pasó y cuándo, pues prácticamente ningún psicofármaco ha dejado de evocar tanto una consideración de panacea como el de pócima infernal, dependiendo de factores colaterales. Bacantes, la tragedia de Eurípides, refleja por ejemplo la mezcla de pasión, rechazo y temor reverencial que supuso para Grecia cohabitar con el vino, un producto que esa cultura empieza a comercializar a gran escala desde tiempos de Solón, en el siglo VII a.C.
La respuesta de crítica y público fue inmejorable, y desde su segunda edición la obra llevaría una fajita con la reseña de Savater aparecida en Babelia, que me ruboriza un tanto recordar aunque quizá sea éste el momento: “Una nueva fenomenología de la conciencia… Un libro único en la bibliografía mundial, tanto por la amplitud y complejidad de su propósito como por su profundidad”.
Cuando las ventas alcanzaron los 50.000 ejemplares, dos años más tarde, revisé el texto a fondo (gracias a corresponsales norteamericanos y holandeses ante todo) y al alcanzar los 70.000, en 1998, hice la última actualización. Desde entonces a la edición de bolsillo, que sigue publicando Alianza Editorial en tres tomos, se añadiría la de Espasa en un solo volumen ilustrado de 1.540 páginas. A día de hoy las ediciones han sido ocho y siete respectivamente, quince en total, y o bien la obra entera o una versión abreviada están en inglés, francés, italiano, portugués y búlgaro, siendo inminente su aparición en checo. La edición en tapa dura incluye un índice analítico con más de 55.000 entradas, y un sistema inédito de referencias cruzadas confeccionado sobre un elenco de 62 psicofármacos, que aparece con letra pequeña en los márgenes para indicar la página previa y la posterior donde aparece alguna mención. Ese aparato crítico permite lecturas en diagonal y una localización inmediata de casi cualquier idea, hecho o persona aludidos en el texto, sin necesidad de más pesquisa, mejorando sustancialmente el libro como obra de consulta, mi proyecto original.

La siguiente aportación a mi currículo es El espíritu de la comedia, Premio Anagrama de Ensayo de 1992, que retorna a la sociología del poder político abordada en Majestades, crímenes y víctimas pero no se centra en el legislativo sino en el ejecutivo. Es la época del terrorismo y el contraterrorismo exacerbado, de Roldán y compañía, de los fastos por el Quinto Centenario y la devaluación de la peseta, y el título se explica por la naturaleza de la comedia como género. Moliére, y mucho antes la Retórica de Aristóteles, definen como comedia aquella representación donde el héroe trágico y el coro son sustituidos por tres únicos personajes recurrentes: el impostor, el bufón y el magnate. Partiendo de ese leit motiv, el libro se aplica a analizar fenoménicamente la clase política surgida con la transición democrática, y distribuye su materia en dos partes. La primera analiza el miedo como pasión individual y social, cuidando de marcar las fronteras que separan el miedo del dolor por un procedimiento de muestreo. Tras comparar las tesis de Hobbes y Jefferson, entre otras, introduce al pensamiento de los hermanos Jünger, Ernst y Hans-Georg, cuya meditación sobre la técnica precede y guía la de Heidegger, y que a despecho de tener alguna obra traducida al castellano no habían sido objeto de investigaciones en nuestro país.
La segunda parte se centra en la clase política como estamento, reflexionando sobre horizontes e instituciones de la democracia parlamentaria y la directa, posibilitada ahora para sociedades muy numerosas por la revolución tecnológica. Presta especial atención al terrorismo como bucle realimentado, en el cual siempre coinciden los intereses del terrorista y el antiterrorista, y contrapone a ese círculo vicioso las premisas de un círculo virtuoso alternativo, analizando desde qué parámetros de población podría un grupo reclamar el derecho a autodeterminarse. A propósito de ello, examina de cerca el modelo suizo, así como la tensión entre centralismo, federalismo y confederalismo.
Crítica y lectores fueron benévolos con el libro, y las tesis sobre el terrorismo nacionalista como bucle realimentado por los asesinos y sus represores suscitaron alguna bibliografía en el área de la sociología política. Pero no quiero abusar del tiempo concedido a esta presentación, y me limito a añadir que el malestar producido en ciertos círculos me obligaría a cambiar El País por El Mundo para seguir publicando tribunas periódicas de Opinión. El hecho de ser el único Premio Anagrama concedido sin unanimidad presagiaba ya dicha circunstancia.

Mucho más laboriosa, aunque retomara algunas de las cuestiones recién mencionadas, sería el manifiesto epistemológico aparecido como Caos y orden, Premio Espasa de Ensayo 1999. Su Prólogo empieza observando: “Hechos a una civilización-fábrica, a su vez instalada dentro de un universo-reloj, el progreso tecnológico empuja a un escenario de perfiles todavía borrosos aunque muy distinto, donde las representaciones del orden deben adaptarse a una situación de pluralidad e inestabilidad, no por ello menos eficaz para inventar pautas de organización y asociación. A diferencia de nuestros ascendientes, ya no nos es posible separar lo ordenado de lo caótico, ni poner en duda que la innovación es ante todo fruto de una realidad en desequilibrio, gracias a la cual el azar irrumpe creativamente”.
La transformación subyacente puede ejemplificarse a través del contraste entre un objeto como el reloj -cuyo funcionamiento no depende de contactos con el medio sino sólo de su cuerda- y objetos como el termostato o el piloto automático, que funcionan mediante continuas adaptaciones al medio. Mutatis mutandis, se diría que ha llegado la época de apogeo para este segundo tipo de instrumento, como corresponde a la conciencia de un orden basado sobre fluctuaciones que destaca al compararse con el orden no flexible del cuartel y el convento, donde las campanadas o clarinazos suenan siempre a las mismas horas.
La primera parte del libro (capítulos 1 al 7) examina las perspectivas inauguradas en ciencias exactas por Ilia Prigogine y Benoit Mandelbrot fundamentalmente, con el paradigma newtoniano como escenario de fondo. Algunas dinámicas caóticas son presentadas como órdenes de grano fino, descartados antes como tales por una falta de potencia computacional que sólo remediaría el descubrimiento del ordenador. Pero dicha flaqueza –sigue proponiendo mi estudio- no se ha presentado abiertamente y pervive como una rémora de linealidad e infalibilismo dogmático, que informa la pedagogía vigente para disciplinas fisicomatemáticas y el modo de interpretar resultados ofrecidos por nuestra observación de la Naturaleza. Dicho análisis epistémico, tributario de Prigogine y el conjunto de investigaciones llamado ciencia del caos, se articula con una sociología de la ciencia “dura” contemporánea.
Esto lleva a investigar episodios como el V Congreso Solvay de 1927, donde la presentación de una mecánica cuántica “completa” escindió a los grandes físicos presentes –Schrödinger, Pauli, Lorentz, Heisenberg, Born-, y sugirió a Einstein (otro de los presentes) que “la supuesta teoría es un embrujo montado sobre el artificio de las matrices”. Obsérvese, sin embargo, que este evento y sus análogos –incluyendo la crítica hecha por Richard Feynman a sus propios colegas a propósito de electrodinámica y teorías de “gran unificación”- no se mencionan ni en bachillerato ni en las carreras donde más ilustrativo resultarían. También examina mi estudio el emporio derivado de construir y mantener supercolisionadores, cuyo objeto es hallar cierta partícula subatómica –el bosón de Higgs- que conferiría masa a la materia. Dicha partícula sigue sin detectarse, aunque los ciclotrones de Ginebra y California proporcionen empleo a unos doce mil doctores en física desde hace más de cuatro décadas.
La segunda y más arriesgada parte del libro se pregunta por maneras de extrapolar a ciencias humanas los hallazgos de Prigogine y Mandelbrot, esto es: el concepto de estructuras disipativas y una geometría como la fractal, que se adapta a las irregularidades físicas en vez de idealizarlas, y que funciona -si me permiten la reiteración- como un termostato y no como un reloj. Dicha extrapolación se aplica a historia social (capítulos 8 y 9), manejo financiero de riesgos mediante derivados (capítulos 10 y 11), organización política (capítulos 12 al 17) y sociología del trabajo (capítulo 18), terminando con una gráfica comparativa del taylorismo y el sistema de producción ajustada que lanza Taiichi Ono, ingeniero jefe de Toyota, a mediados de los años 80.
La idea motriz en ambas secciones del libro es el concepto de un “orden ampliado”, cuya capacidad para absorber sistemas abiertos o no reducidos resulta inseparable del grado en que asumamos la incertidumbre sin velos deterministas. Por lo demás, sólo la incertidumbre nos hace libres.
Bien recibido por los críticos culturales, y reeditado seis veces en poco más de un trimestre, Caos y orden no dejaría de suscitar una polémica por intrusismo tan agria como la que produjeron en 1983 mis esfuerzos con el latín de Newton para traducir y prologar sus Principios matemáticos de la filosofía natural. Con todo, ahora el varapalo no me lo propinó quien iba a prologar una edición alternativa –como entonces-, sino cuatro docentes de física teórica. Era de esperar, y a efectos de esta presentación sólo procede decir que respondí al primero con artículo “Espontaneidad y complejidad”, aparecido en Claves de Razón Práctica, donde aprovechaba para deslindar órdenes forzados y órdenes autoproducidos, organizaciones exógenas y endógenas.
Poco después la redacción de Claves me hizo saber que tenía cuatro artículos más sobre el libro, que la polémica parecía interesante, y que si deseaba recontestar me pasarían las pruebas de imprenta. De ello provino el artículo “Ciencia y cientismo”, que se publicó junto con los otros cuatro en el número 112, y también en el número 3 de Empiria como complemento a otros dos artículos sobre Caos y orden, esta vez de dos economistas y un sociólogo. A despecho del tono empleado por los físicos teóricos –frases como “el público no sabe distinguir entre el manjar y la bazofia”-, y de que ninguno pasara de los siete primeros capítulos (70 páginas en un texto de 425), sólo puedo agradecer su estímulo para seguir reflexionando sobre las metamorfosis del orden.

Para cuando aparecieron estos números de Claves y Empiria estaba ya en el sudeste asiático, invitado por la Universidad Católica de Bangkok para pasar allí un año sabático, y estudiando historia del pensamiento económico dentro de un proyecto analítico sobre causas de pobreza y riqueza. Iba a deslumbrarme ante todo el descubrimiento de Karl Menger -padre de la utilidad marginal y origen del individualismo metodológico en ciencias sociales. La asimilación de Menger y sus discípulos –la llamada Escuela Austriaca- informe explícita e implícitamente buena parte de Sesenta semanas en el trópico, publicado por Anagrama en 2003, que es mi último texto publicado. El hecho de que sea un trabajo híbrido, con incursiones en el género narrativo, veda más comentarios aquí.
En términos muy genéricos, añado, el fruto del proyecto analítico sobre pobreza y riqueza ha sido vincular esas condiciones con obstáculos menores o mayores a la comunicación. Los pueblos educados son ricos siempre, sea cual fuere su hábitat, porque convivir con la diferencia -si se prefiere, ser “educados”- reduce su aislamiento. Pero no entraré en ello, ya que constituye el nervio del proyecto docente e investigador que presento como segundo ejercicio.


Hume comenzaba su My own life diciendo: “A un hombre le resulta difícil hablar largo rato de sí mismo sin envanecerse; por tanto, seré breve”. Opino igual, y estoy terminando. Si miro hacia atrás, creo que contribuí en alguna medida a aclimatar la obra de Hegel, la Escuela de Frankfurt, el pensamiento de Ernst Jünger, las biblias físicas y políticas de Newton y Hobbes, el liberalismo de Jefferson –cuya obra no había llegado al castellano-, la teoría del caos y la línea de investigación que lleva de Menger a Hayek, que es también el liberalismo moderno. A eso añadiría aportaciones a la sociología de la desviación y el cambio, ya esquematizadas al repasar Majestades, crímenes y víctimas, El espíritu de la comedia, Rameras y esposas e Historia general de las drogas.
Algún colega me sugirió hace años que era ante todo un filósofo, y le contesté que ojalá pudiera seguir acogido a la sencillez absoluta de ese templo antiguo que representa el tratado de metafísica. Fui expulsado de lo simple y sus serenidades en 1984, cuando cambié de área pasando de Filosofía a Sociología, y desde entonces navego mejor o peor por una u otra complejidad. Hoy por hoy cultivo filosofía de la historia, que es otro nombre para lo multidisciplinar. Mi primer artículo -“Alucinógenos y mundo habitual”- apareció en Revista de Occidente el año 1966, hace ahora cuarenta, y a cuatro décadas de estudio sólo puedo ofrecerle como botín una certeza.
A saber: que los asuntos más cargados de contenido para un investigador no son fenómenos guiados por el designio de particulares (humanos o sobrehumanos), y que sólo la penuria conceptual de un voluntarismo u otro invoca en su apoyo alguna necesidad tan objetiva como perentoria. Aunque a fin de cuentas sólo haya individuos, inmersos en tiempos y espacios distintos, lo que hizo de nosotros animales reflexivos no fue fruto de reflexión personal sino de procesos anónimos y ante todo inconscientes como la sintaxis de cada lengua o el resto de las instituciones culturales, por no decir la propia ciencia.
A comienzos de un siglo tan esencialmente incierto como el presente, cuya prosperidad material e intelectual sólo halla vagos puntos de comparación con la segunda mitad del siglo XVIII, no me resisto a recordar que los mayores logros conceptuales de aquel periodo fueron precisamente el análisis de entidades que no son ni sujetos volitivos ni objetos inertes, sino seres de un tercer tipo, resultado de concurrir ilimitadas acciones individuales en algún orden no planeado a priori. La mano invisible de Smith, la estructura impersonal que Kant describe como entendimiento humano, el no menos impersonal espíritu de las leyes expuesto por Montesquieu o la matriz lingüística del indoeuropeo intuida por William Jones, son a mediados del XVIII otras tantas evidencias de realidades ni psicológicas ni extrapsicológicas.
Esos seres de tercer tipo representan la complejidad propiamente dicha, y ha dejado de parecerme merecedora de explicación teórica otra dinámica que la suya, donde la finalidad está presente en todo momento pero no puede asimilarse a propósitos. Su mera existencia impone ver en lo real algo que se hace a partir de nosotros y a la vez sobre nosotros, emancipándonos del simplismo con el que tanto hubieron de luchar los sabios del XVIII. La economía de un país desarrollado, por ejemplo, es algo tan superior a un decreto u otro como el clima; del mismo modo que podemos contribuir a que un territorio se desertice o repueble botánicamente, y a que el intercambio de bienes y servicios se estimule o coarte, no podemos evitar una concatenación autónoma de variables infinitas que en todo momento aplaza la identidad de intenciones y resultados.
En otras palabras, la omnisciencia es una noción tan autocontradictoria como la omnipotencia, porque lo real se hace en todas partes sin esperar la orden de nadie. Moviendo paquetes de información a la velocidad de la luz, Internet ha suprimido la espera que marcó siempre el tráfico de noticias, y aunque la superación de la distancia estimulará sin duda el análisis de lo complejo en cuanto tal la propia inmediatez del fenómeno produce hoy algo más próximo al aturdimiento que a la claridad de juicio. La devoción por una simplicidad u otra, que finalmente remite al dualismo religioso, no se ha cancelado con el fin de la lentitud que presidía la comunicación de informaciones, y sigue siendo una ceguera más o menos interesada ante la espontaneidad de actos y procesos.
Por eso mismo, el conocimiento científico debe asumir con especial humildad y rigor en el procesado de sus datos el hecho de haber asumido las responsabilidades de la religión. Ante todo debería guardarse de vaguedades y tópicos que en nuestro caso son tecnicismos meramente verbales, esgrimidos por gremios y subgremios como empalizadas ante el sentido crítico. En las ciencias sociales, que Hume llamó del Hombre, una inercia imitativa de otras disciplinas lleva a pasar por alto que su objeto no se aviene a las condiciones del laboratorio -donde las variables se controlan artificialmente- ni recurriendo a alguna cuantificación que omita su naturaleza cualitativa. Esa es la asignatura pendiente del positivismo, que surgiendo de un genio lúcido y crítico como Saint-Simon cristaliza en un albacea gris e ingrato como Comte, hasta suplantar la vocación investigadora por una ideología corporativa.
Al reflexionar sobre el método de las ciencias sociales, Menger observaba: “La cuestión sigue siendo cómo es posible que las instituciones que son al mismo tiempo las capitales para el progreso puedan surgir sin una voluntad común que persiga su creación”. Urgidos por la divergencia crónica entre propósito y resultado, identificar tan nítidamente como se pueda ese movimiento equivale a ir viendo cómo la mera voluntad va siendo sobrepasada por la inteligencia. Es algo misterioso, sin duda, pero no deja de acontecer todos los días.


POST SCRIPTUM

Puede ser ilustrativo añadir que el tribunal de habilitación, compuesto por siete miembros, otorgó a este ejercicio otros tantos ceros. Me costó anormalmente ser doctor, coseché otros siete ceros en 1983 cuando quise ser titular, y me jubilaré sin llegar al último escalón del oficio. Pero detesto el victimismo y pago sin vacilaciones el peaje de la independencia.
Por lo demás, haber conseguido una plaza en la UNED y seguir allí es perfecto para quien soñó desde pequeño con poder vivir de estudiar. Querer que Dios nos quiera, decía Spinoza, es querer que no sea una substancia infinita. En más clara medida vale esto para el cultivo del conocimiento, un objeto inmortal que sólo promete hacernos algo menos ignorantes. Si se prefiere, amar sólo aquello que nos corresponda limita innecesariamente nuestra capacidad de afecto.
La libertad, que en sus etapas iniciales llama a la insumisión, madura como sentimiento de goce ante ella misma.

 

Firma de Antonio Escohotado

 

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