1964

Hacia 1964, cuando empecé a oir hablar de cosas nuevas -como flores de unas plantas llamadas grifa que traían algunos legionarios desde Africa-, hubo también un rebrote de literatura sobre ebriedades. Sandoz llevaba tiempo regalando LSD a los psiquiatras de todo el mundo, y la carta farmacológica empezó a crecer. Lo que tomaban nuestros padres y abuelos, que era cocaína y opiáceos, o interesaba menos o no estaba a mano, y tardó bastante años en volver como un maremoto sobre sus antiguos puertos.

Aunque estaban De Quincey y Baudelaire, Nietzsche y los Caprichos de Goya, aquél espíritu ebrio no tenía cohesión. Flotaba amparado por la censura, junto a huéspedes tan excéntricos como los Cantos de Lautreamont, el satanismo de Crowley o la ideaología maoísta-leninista. Fue mérito del dicharachero profesor Leary sacar a la ebriedad de suelos como el estiércol de murciélago, mostrando con su propia conducta que allí había una fuente de euforia y conocimiento (sin perjuicio de que la prohibición distribuyera coartadas victimistas a diestro y siniestro). Los años han arrojado una cosecha magnánima en este orden de cosas.

El juez que en 1965 me interrogó por fumar cáñamo legionario era un hombre en el umbral de los setenta, con el pelo luminosamente blanco, y limitó su interrogatorio a preguntar “si fuma el estupefaciente llamado grifa, o en otro caso explique por qué el acusado R.A. tiene un cheque suyo.” Repuse que mi talón compraba una de esas bolas con cristalitos colgadas de bares y discotecas, “para oir la nueva música, señoría.” Y el juez me mantuvo como testigo del sumario, haciendo lo que debe hacer un magistrado ante crímenes sin víctima, que es pasarlos por alto al más mínimo pretexto. Mucho me alegraría que viviese aún y pudiera ver lo que acabó sucediendo en España con la grifa legionaria. Tomar drogas mediando cordura, y por mor de la cordura, es una forma de seguir respetando lo que Dioniso representaba en la Grecia clásica.

Unida al talante científico, esa propuesta de sobria ebriedad coincide con un nuevo milenio donde la carta de drogas crece por semanas en los laboratorios, y por años en la calle. Súmese a ello que el acceso a dinero de jóvenes y adolescentes realimenta ese mercado hasta extremos impensables hasta hace muy poco. Cáñamo vende 200.000 ejemplares al mes; hay unas ocho o diez revistas más de difusión restringida, numerosas editoriales (algunas de máximo nivel) dedicadas a publicar bibliografía sobre el tema, bastantes tiendas especializadas en cultivo hidropónico, hongos psilocibios y psicofarmacia vegetal, frecuentes congresos y reuniones nacionales e internacionales sobre la materia, un amplio sector de la judicatura que propone reformar la ley vigente y hasta coffee shops de hecho, parecidos a los holandeses, en las grandes ciudades españolas. Nada que ver con los Sesenta, por fortuna, aunque aquella época sembrase la semilla.

Ahora nos queda ser buenos jardineros, cultivando no sólo información contrastada sino amor propio, porque estas cosas deben usarse como delicados instrumentos de placer y sabiduría. Los cruzados prohibicionistas hablan pomposamente de prevención, pero no hay prevención comparable a una culta autoestima.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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