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NEGACIONES
METAFÓRICAS
Los niños aprenden antes a decir no que a decir sí,
y solemos ser unívocos en vez de ambiguos al negar. Ambigua es una histérica a quien espanta
la idea del
sexo, aunque mira todas las noches bajo la cama temiendo y buscando a
la vez
un varón lascivo. En mi juventud, cuando la mujer debía
llegar virgen al
matrimonio, era casi habitual que en el cortejo un no (me toques
en tal sitio)
fuese también un velado sí. La emancipación
femenina ha fulminado esto,
desde luego, pero sigue habiendo sí-no y no-sí
en zonas emocionalmente
trémulas, como la vanidad.
Nadie deja de ver la adulación
descarada, salvo
siendo muy necio, escribió Cicerón, si bien es difícil
evitar al adulador
disimulado y astuto, pues a menudo adula simulando una oposición,
hasta que al final se da por vencido, induciendo al engañado a
creerse más perspicaz.
La ecuanimidad es tan difícil como la libertad, y además
de histeria e ínfulas en
torno a la perspicacia propia hay mil situaciones donde sí
y no se intercambian,
como cuando un cónyuge niega haber echado una cana al aire, o el
niño oculta
alguna travesura. A un tipo de negación sin ambigüedad corresponderían
el no
al sida o el no a la droga, actitudes compatibles en principio
con análisis
desapasionados sobre el sistema inmunológico o ciertos alcaloides.
La
importancia del desapasionamiento no es exagerable, ya que para acercarnos
a
cualquier forma de control eficaz sobre la naturaleza es preciso averiguar
en
detalle cómo funciona. Análogo y muy actual es el no
a la guerra, también
compatible en principio con análisis desapasionados sobre porqués,
alternativas, etcétera.
Por otra parte, la disposición analítica tiende a diluir
en vez de concentrar un
espíritu que se reconoce en el lema antiguerra. Tan a fondo lo
ha asumido que
prefiere no debatir con amigos y vecinos de otra opinión -para
no indignarse
más aún-, cosa insólita en España a propósito
de asunto alguno. Y aunque los
terroristas de Lavapiés conspirasen desde mucho antes de la reunión
en
Azores, dos tercios del país -según la reciente encuesta
del Instituto Elcano-
siguen atribuyendo el 11-M a que Aznar apoyó la invasión
de Irak. Del mayor
interés es también que la actitud antiguerra una a personas
de segunda y
tercera edad con gente joven y muy joven. El ala juvenil antiglobal puede
deslizarse hacia vociferaciones beligerantes, pero el antiguerra maduro
no es
belicoso ni maleducado, sino más bien una persona apacible e integrada.
Al mismo tiempo, apoyan la guerra fabricantes de armas, mercenarios,
terroristas, algún otro psicópata desalmado y prácticamente
nadie más. En
términos lógicos, resulta abusivo suponer que quien no sea
antiguerra es
proguerra, si bien he ahí un problema inherente a las negaciones
metafóricas
en general. El antidroga, por ejemplo, supone prodroga al que no suscribe
su
lema, cuando en la gran mayoría de los casos quienes no comulgan
con él
sencillamente evitan santificar o satanizar ciertos compuestos químicos,
neutros en sí. El antisida, por ejemplo, propuso hacer obligatorio
el
preservativo -mejor aún combinado con guantes del mismo material
para los
tocamientos-, y llamó prosida a quienes no augurasen la desaparición
de media
especie, debido a una dolencia por fuerza mortal que ha resultado ser
simplemente crónica, e incluso curable. Millones de crédulos
sucumbieron al
mero diagnóstico en los primeros tiempos.
Los inconvenientes de simplificar no vienen de que podamos equivocarnos
sobre el malo o el bueno, sino del simplismo en sí. El antiguerra
no debería,
pues, tomar criterios distintos del suyo como sinónimo de belicosidad.
En
política hay básicamente conservadores, totalitarios y liberales,
y el
antiguerrismo tiene un poco de cada ingrediente. A juzgar por pancartas
y
manifestantes, lo integran un grueso de socialistas democráticos,
al que se
suman los antiamericanos de siempre y bastantes personas de segunda y
tercera edad, que quizá habían votado PP hasta el 14-M.
¿Qué pueden tener en
común? Todas las grandes figuras del comunismo y el anarquismo
fueron
personas laboralmente ociosas. El antiguerra, en cambio, trabaja por cuenta
propia o ajena, y quiere propiedad privada, como han querido siempre no
sólo
los banqueros y tenderos, sino los obreros y campesinos.
Pero no compartir el ideal totalitario admite comulgar en mayor o menor
medida con una versión victimista de la realidad. Jesús
expulsó a los
mercaderes del templo con un látigo, y su equivalente contemporáneo
querría
hacer lo propio con Wall Street y las multinacionales, núcleos
de un imperio
obseso por mercantilizarlo todo. Ignórase así que la alternativa
a relaciones
voluntarias o mercantiles son relaciones forzosas, presididas por dogmas
nacionales y religiosos. Los países donde el comercio resulta lento
e inseguro
constituyen una incumbencia casi exclusiva de Cruz Roja y ONG afines.
El
islamismo no es anticomercio, pero queda en seria desventaja empresarial
por
los tabúes que mantiene sobre sexo, drogas, rock'n roll, ciertos
artículos de
alimentación, ropa de moda y otros pasatiempos. El progreso llega
cuando
ciertas reglas impersonales de juego -fundamentalmente no excluir la
competencia- moderan la arrogante pretensión de resolver todo mediante
decretos. Marx denunció que el proceso de producción
domina al hombre, en vez de dominar el hombre ese proceso, y para
hacerle caso se ensayaron
economías no basadas sobre la libertad de elección. Los
resultados han sido
invariablemente pésimos, pero la arrogancia controlista pervive
extralimitando
el concepto de víctima. El pobre material, por ejemplo, es una
víctima,
proposición cuyo perfil altruista coexiste con elementos sumamente
belicosos.
Desde los cristianos primitivos al último marxista, el victimismo
llama pecado y
delito a la desigualdad de rentas. Siendo anticomercio por principio,
el estado
de pobreza no puede atribuirlo a falta de incentivo, desinformación
o
transigencia con el despotismo, sino a que los ricos roban.
En el movimiento antiguerra esta convicción sólo corresponde
seguramente a
una minoría ardorosa, hecha a llamar asesino y fascista a quien
no coree su
lema. Sin embargo, en 2005 los países de la UE cumplirán
60 años de
relaciones pacíficas y apoyo a un régimen de competencia
(por lo demás
siempre imperfecta), gracias al cual es posible baldarnos a impuestos
para que
los inermes e infelices tengan algunos mínimos, y las obras públicas
florezcan.
Terminado el casus belli de la lucha de clases, el que surge con
algunos
intérpretes de Alá mejoraría ayudando a repartir
menos delirantemente las
rentas públicas en ciertos países bendecidos por el petróleo,
lo cual no significa
dar el visto bueno a agresiones arbitrarias, sino algo más parecido
a un acto de
buena vecindad internacional. Ya veremos por eso qué pasa en Irak
de aquí a
unos meses, y hasta qué punto el antiguerrismo ayuda a encontrar
formas
mejores de cooperación. Óptimo sería que sus primeras
elecciones libres fuesen
ganadas por la causa del confort y la higiene.
Sea como fuere, urge enterrar la división producida entre nosotros
por un
conflicto que nadie civilizado desea. A los europeos incumbe más
directamente
aún practicar la ecuanimidad con tantos conciudadanos islámicos,
en ciertos
casos desgarrados por dentro tras emigrar a lugares contaminantes por
libertinos. Son melifluas entonces las invocaciones a principios como
lo
particular de cada cultura, porque la realidad nos ha fundido en espacios
pequeños, imponiendo un acuerdo más ambicioso. España
y Portugal ganaron
en todos sentidos enviando emigrantes a Europa septentrional, que se
quedaron allí o acabaron volviendo, pero en cualquier caso aprendieron,
ahorraron y prestaron un servicio a sus anfitriones. De servicios mutuos
y
confianza va el nivel de vida.
El talón de Aquiles aparejado a negaciones metafóricas consiste
en añadir
trivialidad al simplismo. Siendo el bufón la única persona
sincera entre amos
vanidosos, rodeados por cobistas y trepadores, Falstaff se uniría
al cortejo del
victimismo agresivo-llorón con una pancarta mucho más radical.
Por ejemplo: No a beber y comer para luego evacuar lo bebido y comido,
no al metabolismo. En efecto, nuestro linaje es algo a caballo entre
el pigmeo del Kalahari y el esquimal de Siberia, que sigue teniendo en
común con cualquier otra forma de vida ser una isla de autoayuda
en un océano indiferente a ella.
En las sociedades abiertas o comerciales trabajamos sin saberlo para
innumerables individuos que hacen lo mismo con nosotros, recompensando
ante todo las invenciones útiles para terceros, desde las hojitas
de quita y pon
llamadas post-it a un cierre más sencillo para los envases, o un
buen libro.
Paladines de negaciones metafóricas, los cruzados, salvadores y
comisarios ideológicos empezarían otra vez desde cero. Su
origen son viejas escuelas de renuncia, que aborrecían esta existencia
para enaltecer otra, infinitamente superior por celestial, mensaje retraducido
en el lema antiglobalizador de que otro mundo es posible. Sé de
muchos, en cambio, a quienes compensa la vida tal cual es, lindante siempre
con la intemperie y la precariedad, pues la naturaleza humana sólo
es ingeniosa cuando aprende a gozar las incertidumbres de su libertad.
Pero retengamos una diferencia crucial entre negadores metafóricos
y ciudadanos libertarios. Estos últimos tienen en común
denunciar la tolerancia como lo que es: una meta de belicosos perdonavidas,
hechos a la pringosa concesión de sufrir (tolerare) opiniones
distintas. En vez de tolerancia, abogamos por un respeto hacia los demás,
que sólo merecerán los respetuosos.
Antonio
Escohotado
Viernes, 11 de junio de 2004. Año XV. Número: 5.298
http://www.escohotado.org
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