LA PESADILLA VASCA (II)

EL País Vasco es un faro que ilumina a los demás países ibéricos, llamándoles a superar las miserias de una España insatisfactoria para casi todos. En las últimas décadas, ya quisieran los otros pueblos hispanoparientes tener una historia parecida de coraje. Comparada con la espantosa desidia/chapuza que reina en una alta proporción del territorio español, cualquier aldea de Euskadi es un oasis de esmero y cuerdo aprovechamiento, del mismo modo que cualquier mesa vasca garantiza una refinada experiencia.

Como dijo Ernst Jünger hace poco, tras visitar detenidamente un mercado y un cementerio en Bizkaia, aquí respetan a los vivos y a los muertos. El más asiduo de esas tierras añadiría la capacidad de festejar, los genuinos dones dionisíacos, si no fuese frívolo hallarle virtudes a una sustancia inmemorial, llamada a subsistir por derecho propio. Otra cosa es identificar dicha particularidad como etnia, y no como espíritu o alma. Cuando el espíritu desconfía de sus fuentes -las primigenias- se aferra a determinaciones inmediatas, como el habla o la tradición heredada, ciertamente legítimas pero mínimas si se comparan con aquello de lo cual emanan. Esa inmediatez asegura la supervivencia material del palomar, al mismo tiempo que recorta las alas de cada individuo, obligándole a un vuelo más breve. En tal sentido tiene probablemente razón cierto colectivo abertzale cuando afirma: «La independencia no es hoy la condición necesaria para afrontar los problemas nacionales, sino el fruto de haberlos ya resuelto o encauzado en buena medida».

Con las detenciones y retrocesos propios de toda vida, colectiva o singular, en Euskadi y otros territorios percibimos una asunción combinada de la libertad y la complejidad, y quien primero se insurgió ante la venta coactiva de protección está tan próximo al estatuto heroico como contiguo a las responsabilidades de quien topa luego con una realidad ni enteramente fáctica ni utópica, abierta al verdadero mejoramiento o a una lenta degradación. Bastante antes de los segadors y los gudaris, muchos castellanos lucharon por sus fueros y perdieron la vida en batalla, dejando expuestas las cabezas de sus tres líderes como primer testimonio antiimperial de nuestra era moderna. El principio de la dignidad política -ninguna tributación sin aprobación, ninguna supervisión sin autorización- no es del todo ajeno a los que nacimos en este secarral mesetario, devorado por la envidia y el luto, probablemente no inferior a otros parajes en honradez, tocado a veces por la desdicha de obrar como una especie de Prusia latina, y otras por el azaroso lujo de narradores como Manrique o Cervantes. Aunque sea evidente el retraso de Castilla -y varias regiones más- en lo que respecta al autogobierno, sólo ignorantes o perversos preferirán heterogobiernos, y es aquí donde los territorios más avisados derraman ilustración sobre vecinos menos atentos a sus intereses. En todo caso, el precio de casi cualquier transición democrática es alumbrar una clase social nueva, habitualmente de origen humilde, que en vez de aprender los oficios útiles se aferra al -sin duda más lucrativo- de gobernar permanentemente sobre cualquier prójimo. Cristalizada en una partitocracia con vocación de inmovilismo y saqueo (llamados crecimiento y control respectivamente), sólo una sociedad civil muy atenta a la enormidad que se juega podrá seguir gozando las bendiciones de la libertad sin sucumbir a las maldiciones de su manipulación. De ahí que convenga trazar una línea entre quienes forman o quisieran formar parte de esa nueva casta y el resto, carente por ahora de voz, a quien convendría abordar el nacionalismo desde la perspectiva de una identidad ampliada.

Por una parte, la autodeterminación local, el gobierno arraigado sobre cada territorio. Por otra, la cooperación que brota de una herencia secular común, válida sólo mientras cada territorio haga suyo el compromiso de defender la singularidad y el autogobierno de los otros, y el Ejecutivo común se reduzca a lo estrictamente imprescindible. De ahí que el federalismo no baste, y parezca oportuno estudiar la constitución helvética, que contiene las pautas de un Estado confederal contemporáneo y esencialmente práctico, cuya experiencia se remonta a más de 700 años. Los francos suizos están escritos en cuatro lenguas, iguales en cuanto al tipo de letra, aunque una de ellas (el romansch) sea hablada por 30.000 personas, y otra (el alemán) por 4.000.000. Algunos opinan que esa gente es muy aburrida, y los menos triviales sugieren que será muy difícil adaptarnos a su pragmatismo libertario.

Pero es más fácil echar de menos que abrazar sinceramente, más fácil mantenerse en el desprecio que en el aprecio, más fácil decepcionar que ser acreedor al merecimiento. Como estudiar no significa copiar, ese soberano ejemplo merecería que lo examinásemos detenidamente todos los pueblos de Iberia, y en especial los responsables -por activa y pasiva- de la actual pesadilla vasca.

 

Antonio Escohotado
El mundo, 11 de junio de 2003
http://www.escohotado.org



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