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ILUSTRACIÓN
O REINO DE LAS TINIEBLAS
Empecemos por un caso concreto, entre muchos posibles. A mediados del
siglo XIX, China tiene prohibidos tanto la producción como el consumo
de opio con pena de muerte, tras considerar durante un milenio largo lícitas
ambas cosas. Sin embargo, quien alimenta un contrabando inglés
en vertiginoso aumento es la India. ¿Tienen los indios problemas
debido a la gigantesca producción propia? A través de sus
miles de páginas, los sucesivos informes de la Royal Commission
on Opium despejan dudas. En India hay aproximadamente diez veces más
usuarios regulares de esta droga que en China, pero no se observan problemas
sanitarios, sociales o criminales. Los usos moderados son regla, y los
médicos encargados de llevar a cabo la investigación, tanto
nativos como británicos, acaban concluyendo que el consumo «carece
de inconveniente para la salud y el bienestar, pues el opio en la India
se parece más a los licores occidentales que a una sustancia aborrecible».
Ilegalizada rigurosamente, la misma droga durante el mismo período
está minando la sociedad y las instituciones chinas hasta extremos
impensables. Sus últimas secuelas son el absoluto control del país
por sociedades secretas, las más sangrientas guerras civiles conocidas
y, algo después, el desmembramiento del país en beneficio
de otras naciones. Derrotada militar y éticamente, la corte imperial
decide hacer un giro en redondo y rehabilita las grandes extensiones antes
dedicadas al cultivo de adormidera. ¿Qué consecuencias produce
la legalización? En 1906, cuando el opio lleva treinta años
de licitud, la declaración oficial del Gobierno chino calcula que
hay unos dos millones y medio de usuarios regulares, lo cual equivale
al 0,3 por ciento de la población. La fuga de capitales, la desmoralización
y la delincuencia ligada a esta droga han desaparecido, mientras el número
de consumidores resulta igual, o incluso levemente inferior, al que había
60 años antes; pero ahora su conducta es la acorde con quien dispone
de un fármaco puro, barato y legal.
El contraste entre China e India durante el siglo pasado no proviene de
una inexplicable anomalía. Durante el siglo XVIII, cuando arraiga
en Europa el uso del café, la tolerancia y la intolerancia producen
los efectos respectivamente previsibles. En Francia, donde se inauguran
los primeros establecimientos públicos ligados a la droga, Montesquieu
comenta que tiene fama de ser un «fármaco espiritual».
En Rusia, donde el consumo se encuentra castigado con mutilación
de las orejas (y hasta de la nariz), no son infrecuentes los usuarios
capaces de beber litros por hora; sus trances de hiperexcitación
confirmaban a la policía zarista en su certeza de habérselas
con «un fármaco mórbido e incontrolable».
Mediante reiterados ejemplos, la historia humana enseña que cualquier
normativa prohibicionista multiplica consumos irracionales, corrupción
institucional y envenenamiento con sucedáneos mucho más
tóxicos que los originales prohibidos. En otras palabras, la alternativa
no es un mundo con drogas y un mundo sin drogas, sino la actual hipocresía
o alguna alternativa que proteja menos desastrosamente la salud pública.
Intentar prevenir el abuso de drogas con prohibición es tan endeble
lógicamente como querer prevenir el embarazo premarital apaleando
a la hija que llegue a casa después de las 10. Tal como la cópula
puede muy bien realizarse antes de esa hora, lo prohibido puede muy bien
obtenerse cuando se quiera. Dispensarios de drogas ilícitas florecen
en todas partes, y para acceder a ellas basta disponer de efectivo o estar
dispuesto a revenderlas; la ley del dinero convierte a los humildes en
eficaces viajantes de comercio.
Distintas épocas y países prueban que un autocontrol aparece
tan pronto como cesa el sistema de heterocontrol o tutela oficial, cosa
previsible considerando que la dieta de drogas (con fines terapéuticos,
recreativos y religiosos) ha sido siempre un complemento de la dieta nutritiva,
no ya en todas las culturas sino en todos los animales de sangre caliente
investigados hasta el día de hoy. Cambiar el estado de ánimo
por medios químicos es un impulso tan básico como comer,
beber o aparearse.
Al mismo tiempo, los humanos se dejan obnubilar por etiquetas adheridas
a las cosas, velándose lo que ellas y ellos respectivamente son.
De ahí que una droga no sea sólo cierto cuerpo químico,
sino algo determinado esencialmente por clichés ideológicos
y condiciones de acceso a su consumo. Hasta 1935, por ejemplo, los heroinómanos
eran personas de segunda y tercera edad, casi todas bien integradas familiar
y profesionalmente, ajenas a incidencias delictivas; no necesito aclarar
quiénes son actualmente, y cómo se desempeñan.
A estas alturas, cabe preguntar si puede uno drogarse razonablemente.
Pero eso depende de que los estados defiendan la ilustración o
el oscurantismo, la cultura o la barbarie farmacológica. La cuerda
que sirve al alpinista para conquistar una cumbre sirve al suicida para
ahorcarse y al marino para sostener sus velas al viento. Libres de mitos,
adulteración y embustes, las drogas hoy ilegales pueden proporcionar
paz, estimulación y apertura espiritual a individuos y grupos;
cargadas de mitos, adulteración y embustes pueden proporcionar
desasosiego, apatía y cerrazón mental a individuos y grupos.
Como el prohibicionismo está peleándose finalmente con la
química, cuanto más se extreme más subvencionará
sus progresos incontrolados, y más convertirá a los ciudadanos
en cobayas para laboratorios clandestinos. Con los actuales avances no
sólo han surgido cinco derivados por cada droga antigua ilegal
sino 500, pues las posibilidades de modificar la conciencia intercambiando
radicales atómicos son sencillamente infinitas.
Podemos echarnos las manos a la cabeza, y pedir al cielo que nos defienda
de este nuevo apocalipsis. Sin embargo, el apocalipsis fue decretado al
prohibir por motivos sectarios, racistas, etnocéntricos y
mercantiles ciertos tipos de ebriedad mientras, inevitablemente,
se fomentaban otros. Si decidimos que ciertas formas de ebriedad son malignas,
y después cuando las leyes se han puesto al servicio de esa
moralina buscamos pruebas de que lo eran efectivamente, estamos
poniendo en marcha un mecanismo de profecía autocumplida.
Difundidas por la propaganda, y sostenidas por la represión, esas
pretensiones se convierten pronto en realidades sociales. Se reirán
de mí si digo que café y tabaco llevan a una prostitución
de las jóvenes. Pero si logro ilegalizar café y tabaco,
elevando salvajemente su precio, entregando el comercio a organizaciones
criminales y creando en torno a ellas la mitología que hoy rodea
a la heroína o la cocaína, en poco tiempo encontraremos
jovencitas que hagan la calle para pagarse ese vicio o pagárselo
a su prometido. He ahí una profecía autocumplida.
Tengamos en cuenta que el más antiguo negocio es vender coactivamente
protección. Gracias a su rentable profecía, el vendedor
coactivo de seguridad puede presentarse como santo guía, exigiendo
tributo y acatamiento incondicional a los supuestos protegidos. Así
se justificaron cruzadas previas contra herejes o brujas, empresas muy
lucrativas para inquisidores y oficios conexos, que al convocarse parecieron
absolutamente benéficas y ahora nos parecen absolutamente criminales.
Tras bastantes años de pesquisas en distintas bibliotecas, doy
testimonio de que hubo pacífica y sana automedicación durante
milenios, en los cinco continentes. Reparar las ingentes miserias producidas
por la narcoinquisición no será sencillo, y requerirá
pasos graduales. Pero tampoco constituye un problema técnico, sino
algo que depende ante todo de buena fe. Para empezar, debemos sacudirnos
el fantasma que legitima el Estado como ángel de la guarda. Nuestros
ángeles de la guarda son la libertad y el cultivo de la razón.
Antonio
Escohotado
Cambio16, 21 de mayo de 1990, págs. 122-123.
http://www.escohotado.org
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