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ELOGIO
DEL SABIO
Desde que Vives y otros renacentistas preconizaran separar ciencias
y letras -una sugestión cuyo propio éxito nos hizo incultos redomados
en una u otra cosa-, nadie probó con tanta contundencia como Ilya Prigogine
que el entendimiento fructifica reuniendo ambos campos. Y es en plena
primavera, estación delicada como ninguna para los asidos a la vida por
un hilo ya muy fino, cuando abandona su envoltura mortal para entregarla
a esa forma superior del espíritu que es el recuerdo, ingresando en el
reducido grupo cuyo magisterio abarca a todo el género humano.
Ilya Prigogine entra en los anales de la Física matemática por su hallazgo
de estructuras disipativas que le valió en 1977 el Nobel de Química.
Pero era un descubrimiento para sistemas atómicos y moleculares que alcanzaría
también gran resonancia aplicado a Ciencias Sociales y Filosofía. Precoz
concertista de piano, que leía latín y griego clásico, su destino de niño
prodigio inadaptado lo esquivó una vocación en la que profundizar sostenida
sobre la amplitud de su propia formación. Fruto de ella es una relectura
de Aristóteles que corrige la hecha en su día por Galileo y Newton,
y una fantástica cantidad de investigaciones que inauguran la ciencia
o teoría del caos. Como en ninguna parte faltan prejuicios, cuando quiso
doctorarse en termodinámica de procesos irreversibles (o del desequilibrio)
topó con que sólo podía haber termodinámica de procesos reversibles (o
del equilibrio) y debemos al sector privado -a la multinacional química
Solvay en concreto- que pudiese investigar durante las primeras décadas
de su vida como posgraduado.
Algo muy análogo le pasa a Benoit Mandelbrot, el otro gigante en teoría del caos, pues pocos años después
ve rechazada en la Sorbona una tesis sobre «monstruos» matemáticos que
iba a desembocar en el descubrimiento de la Geometría fractal, una geometría de nubes, icebergs, perfiles de costa, cordilleras
o cascadas, que cumple al fin lo prometido por su nombre -geo-metron:
Medir la tierra- en vez de reducir lo terrenal a líneas rectas
y curvas regulares. Debemos también al sector privado -en este caso a
IBM- que el heterodoxo gozase de una larga beca.
¿Qué cambios introdujeron? Tan distintos en algunos aspectos, Einstein
y Newton coinciden en ver el universo como un reloj obediente a leyes preestablecidas,
que en su nivel fundamental (atómico y subatómico) resulta indiferente
a la flecha del tiempo, y ajeno por igual al antes que al después. En
vez de una naturaleza que se crea a sí misma, proviene de un creador que
opera mediante fuerzas inmateriales (gravitación, electromagnetismo, etcétera)
sobre masas inertes. Cualquier azar será por eso un defecto de nuestro
saber, ya que agotando las condiciones iniciales de cada cosa veríamos
simple necesidad. Usted cree en un Dios que tira los dados, escribía
Einstein a un colega, y yo en una ley y un orden completos. Lo que se pone
en cuestión es este imponente edificio de suposiciones, ligadas a ciertos
hábitos políticos, ciertos dogmas religiosos y ciertos límites de la matemática
previa al ordenador. El universo era retocado sin pausa para hacerlo dócil
al cálculo, y cuando ciertos fenómenos se resistían frontalmente a ello
-cualquier dinámica turbulenta, por ejemplo- esa parte del acontecer se
enviaba al desván de trastos inservibles, cuando no absurdos o mal planteados.
Debía seguir valiendo la distinción platónica entre ideas y copias, fuerzas
inmateriales y masas inertes, o volvería el caos de los paganos (Newton)
proponiendo que hay un azar intrínseco, derivado de inventarse en cada
momento cada naturaleza.
A eso opone Prigogine que si en vez de analizar sistemas cerrados, casi
siempre ideales, partimos de sistemas abiertos (a un intercambio de materia-energía
con sus respectivos medios) las transiciones de caos a orden son regla
universal, siendo su resultado autoorganización. Principio activo de sus
propios estados, el objeto físico aprovecha las situaciones alejadas del
equilibrio para adquirir propiedades paralelas a lo que nosotros experimentamos
como comunicación, percepción y memoria. El ejemplo más inmediato es el
remolino creado por el desagüe de cualquier recipiente, donde el líquido
va desapareciendo pero cierta forma -el remolino- se mantiene estable.
He ahí una estructura disipativa elemental, que desarrolla sensibilidad
en vez de comportarse como una masa aislada y amorfa. Renovar la ciencia,
escribía Prigogine en 1991, es en gran medida redescubrir el tiempo,
dejando atrás una concepción de la realidad objetiva que exigía negar
la novedad y la diversidad en nombre de leyes inmutables y universales.
Pero el futuro no está determinado, no está implícito en el presente.
Esto significa el fin del ideal clásico de omnipotencia.
El ideal de omnipotencia reclama algún designio consciente como causa
de todo y cada cosa. Y lo hace en perjuicio de una interacción infinitamente
sutil de elementos que operan de modo tan anónimo como espontáneo, extrayendo
libertad e ímpetu de la incertidumbre, inaugurando órdenes venidos de
dentro -caóticos por imprevisibles- gracias a esa rotura del equilibrio
cuyo resultado es tiempo. Condicionada por la representación del Todopoderoso
y sus testaferros terrenales (reyes-dioses, profetas y pontífices supremos),
tardamos mucho en concebir un orden distinto de la orden, con nociones
que sólo despuntan a partir del siglo XVIII:
Mandeville sugiere a Smith cierto desarrollo inmanente que apunta a una
mano invisible en economías complejas; Jones descubre con el indoeuropeo
otra grandiosa obra impersonal; Hegel atisba en Historia una tenaz «astucia
de la razón»; Savigny y Humboldt describen el surgimiento autónomo de
las instituciones y, finalmente, Darwin aplica ese nuevo tipo de causa
-la evolución- a los seres vivos en general. En su epílogo a El origen
de las especies (1859), Darwin va al núcleo de la omnipotencia superada
cuando recuerda cuán difícil es creer que los órganos e instintos más
complejos no se hayan perfeccionado por medios superiores aunque análogos
a la razón humana, sino por la acumulación de variaciones leves, cada
una de ellas buena para el individuo que la posee. Desde luego, es
más sencillo creer que las mujeres vienen de una costilla de Adán, que
el Derecho lo inventó algún soberano, que las lenguas fueron un regalo
divino, que las instituciones nacieron por decreto, que la economía política
puede planificarse coactivamente, que el universo físico es una masa informe
moldeada en cada momento por ley matemática trascendente y que, en general,
todo sistema es fruto de una instrucción impartida por medios superiores
aunque análogos a la razón humana. Esta arrogante ceguera sabotea
perspectivas realistas o propiamente científicas en casi todos los campos
del conocimiento. ¿Qué sitio ocupa aquí esa acumulación de variaciones
leves, cada una de ellas buena para el sistema que la posee, en las
palabras de Darwin? Minado ya por la mecánica cuántica, el ideal clásico
de omnipotencia recibe su cura definitiva de humildad con Prigogine,
que extiende al territorio de la Química y la Física fundamental lo que otros comprendieron analizando horizontes
lingüísticos, económicos, biológicos y culturales de la realidad. Llamábamos
caótico a lo abierto, capaz de inventar tiempo y usarlo en beneficio propio,
inmersos como estuvimos en el culto a una razón previsora o profética
que mutila la razón observante. Medido con los más finos instrumentos,
el goteo de cualquier grifo desborda toda regularidad lineal, y lo mismo
acontece con el clima, la Bolsa o una simple digestión; pero no porque
esos fenómenos sean irracionales sino porque son materia en trance de
autoorganización, órdenes fundamentalmente vivos. Extralimitar la razón
equivale a despreciarla.
Puro filósofo, puro químico, el hijo de unos rusos blancos que vivió en
Bélgica desde los cuatro años y que tras escandalizar al estamento académico
acabó dirigiendo los mayores programas de investigación del planeta, legó
explícitamente el proyecto de una segunda alianza entre las ciencias.
Esa alianza, aclaraba, implica un nuevo diálogo del hombre con la naturaleza
donde sea innecesario descartar todo cuanto no quepa en el simplismo del
yo mando y tú obedeces, el esquema jerárquico y la arrogancia profética.
En definitiva, si hay ser -y no más bien nada- el peso de semejante realidad
le incumbe en mayor medida al desequilibrio que al equilibrio, a lo irreversible
que a lo reversible. Como decía Whitehead,
otro matemático-filósofo, lo que existe se crea.
Antonio
Escohotado
El mundo, 11 de junio de 2003
http://www.escohotado.org
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