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ASESINOS
BENDECIDOS
El mero pensamiento no delinque, incluso proponiendo monstruosidades,
pues para ello habrá de allanar el camino a la perpetración de algún crimen
concreto. Eso vicia radicalmente todos los delitos llamados de apología,
sea cual fuere su objeto, y explica que ya no sean incumbencia de jueces
textos como los del marqués de Sade -favorables a torturar y hasta asesinar
niños para que unos abyectos impotentes sueñen con el orgasmo-, o panfletos
de Blanqui, Bakunin y Malatesta apoyando magnicidios, golpismo y terrorismo.
Como sería un insulto poner en duda que los ciudadanos poseen entendimiento,
son ellos -no quienes dicen o escriben tal o cual cosa- los responsables
de sus propios actos. Sin embargo, no está tan claro que la inocencia
del mero pensamiento corresponda a ciertos seudopensamientos, como que
los verdugos del infiel obtienen vida eterna, rodeados por mil huríes.
Los humanos han coexistido desde tiempo inmemorial con gentes, instituciones
e ideas aborrecibles para alguna fe, y el paso a operaciones materiales
de exterminio ha solido requerir cebos adicionales, empezando por perspectivas
de saquear al aborrecido. Sin ir más lejos, nosotros convocamos cruzadas
contra herejes, ateos, hechiceros y lujuriosos, mediante bulas papales
que, junto a una confiscación de sus bienes, concedían indulgencia
plenaria a quienes se apuntasen como ángeles exterminadores.
He ahí, se dirá, un cebo no sólo crematístico sino espiritual, que emparenta
las actuales iniciativas islámicas con nuestro pasado. Al mismo tiempo,
esta analogía reclama dos precisiones: primero, ni siquiera la indulgencia
plenaria aseguraba evitar el infierno, siendo tan solo un bono
intercambiable por años o siglos de purgatorio (y vender bonos semejantes
precipitó la decadencia del Papado); segundo, las inquisiciones cristianas
-tanto católicas como reformadas- no permitían a sus cruzados aniquilar
a los satánicos sin un simulacro de juicio, abominable jurídicamente por
muchas razones (uso de torturas para extraer la confesión del reo, presunción
de culpabilidad, etcétera), pero orientado en principio a probar ciertos
cargos.
En definitiva, los cruzados cristianos nunca se han confundido con los
mártires cristianos, cuya santidad deriva precisamente de no atentar jamás
contra la vida ajena. Imaginemos que algún obispo ofrece dinero no ya
por la cabeza de personas como Salman Rusdhie, sino por la de individuos
con pasaporte correspondiente a tal o cual país, añadiendo que si esos
cazarrecompensas perecen en su piadoso intento dicha defunción será sólo
aparente, pues les espera una vida de maravillosa alegría. Lejos de admitir
que dicha conducta defiende alguna libertad religiosa, nuestros tribunales
procesarían por asesinato a cualesquiera cómplices de esos asesinos bendecidos
y con mayor severidad aún a sus inductores. ¿Serían procesables también
dichos prelados si no premiasen con dinero los asesinatos y se limitaran
a prometer el cielo?. Nuestras leyes prohíben asociaciones con fines ilícitos
(empezando por el homicidio) y el dirigente de una secta responde de cualquier
crimen perpetrado por miembros de ella cuando cumplan instrucciones suyas.
Esta conclusión nos pone en la tesitura de considerar no ya delirante
sino delictivo cierto precepto de una religión con 1.000 millones de fieles.
Desde Mahoma, sus ministros hablan siempre en nombre de Alá misericordioso,
por más que en vez de separar mártires y asesinos procedan a fundirlos,
como si administrasen algún ejército en tiempos de guerra, donde los ascensos
se ganan matando. Si el islam fuese la única religión sólo cabría lamentar
el uso de la fuerza en materias de conciencia; pero no siendo la única
religión, y ni siquiera la mayoritaria, su ecuación asesinos igual a mártires
suscita graves cuestiones de reciprocidad. La cultura occidental, o la
de Extremo Oriente, que no creen ya ni en el cielo ni en la presencia
allí de mil huríes por asesino/mártir, se sentirán pronto o tarde movidas
a equilibrar la balanza con una regla equivalente: quien mate fanáticos
homicidas será premiado con la orden del mérito civil y un millón de dólares.
En otras palabras, jeques, imanes y otros líderes islámicos deberían reflexionar
sobre el imperativo kantiano -obra de modo que tus actos puedan elevarse
a regla de conducta universal-, antes de desafiar una pauta de acción-reacción
que rige inapelable y permanentemente todo el reino físico, desde electrones
a asambleas legislativas. Por ejemplo, no vulneran el principio de reciprocidad
si atribuyen menos valor a la vida individual que nuestra civilización,
mientras apliquen ese criterio a sus fieles exclusivamente. Tampoco lo
vulneran, por ejemplo, si sus emigrantes cumplen las reglas coránicas,
pero observan de manera meticulosa las leyes del país que les acoge, pues
otra cosa supondría admitir que en territorios islámicos el infiel esté
legitimado para despreciar impunemente su ley, cuando nada de eso sucede.
Pasar por alto cosas tan elementales remite a la situación de esta cultura.
Ha quedado al margen de la corriente técnicocientífica, de las democracias
liberales, de las estructuras económicas prósperas o avanzadas (en no
poca medida por el secuestro de la mujer), y la inmensa mayoría de sus
fieles resultan tentados sin pausa por pecados mortales como mirar un
anuncio de Levi's o Benetton. Tan a la defensiva está que los integristas
argelinos eligen para el degüello a quienes tienen antena parabólica,
inevitable fuente de palabras e imágenes sacrílegas. Los procesos e inventos
de nuestra cultura, que han llegado a serles tan necesarios y atractivos,
se experimentan a la vez como amenazas de autodestrucción cultural, provocando
una conciencia desgarrada entre la lealtad al ayer y la adaptación al
hoy. La promesa de mil huríes es especialmente bienvenida allí donde las
mujeres siguen siendo objeto de compraventa y los pobres deben conformarse
con castidad absoluta, onanismo o sodomía.
Comparada con el monoteísmo cristiano de la alta Edad Media, la religión
mahometana fue durante siglos un modelo de rigor lógico, apertura al conocimiento
y flexibilidad política, que produjo astrónomos, matemáticos, médicos,
ingenieros, naturalistas, historiadores, sublimes poetas e inmortales
obras en prosa. Europa le debe, en particular, haber custodiado y transmitido
una herencia grecorromana sepultada por el oscurantismo teológico. Su
estancamiento intelectual suele fecharse a principios del siglo XII, cuando
el místico Algacel publica Incoherencia de la filosofía, exigiendo
una sumisión de toda pesquisa a la verdad revelada. Como había dicho mucho
antes San Agustín, la ciencia es una curiosidad no sólo inútil, sino
malsana. Incoherencia de la incoherencia, la rápida respuesta del
gran Averroes -único filósofo islámico propiamente dicho- se limitó a
ganarle una pena de destierro.
La rendición (islam) a Alá no interrumpe entonces su expansión geográfica,
pero ni en artes ni en ciencias ni en técnicas ni en formas de gobierno
ni en relaciones interpersonales se observa ya renovación. Faltando cosa
equivalente a nuestro Renacimiento, es como si un espíritu dinámico se
convirtiese en coágulo de piedra, donde conservar la tradición equivale
a una defensa cada vez más desesperada de instituciones anacrónicas. A
la decadencia espiritual acaba siguiendo una derrota mercantil y política,
que convierte buena parte de sus enclaves en protectorados y colonias.
Andando el tiempo, las potencias coloniales desertan cuando los nacionalistas
de cada país acaban haciendo ruinosa su permanencia allí, pero los nuevos
autócratas son no menos crueles, y mucho más incompetentes. La tabla de
salvación para algunos es el petróleo, si bien la manera de asimilar ese
regalo fortuito se parece demasiado a la española con respecto al oro
y la plata de América: imprevisora, altiva, corrupta e indolente.
Ahora la coartada para mantener en pie de guerra a esa conciencia desventurada
es la situación de los palestinos, que desde luego resulta injusta y reclama
reformas urgentes. Sin embargo, los gobernantes que se rasgan las vestiduras
en Bagdad, Damasco, Riad, Teherán, Argel, Trípoli, Karachi o Kabul ante
la opresión palestina ignoran olímpicamente la opresión padecida por sus
propios pueblos, envueltos sus líderes en sangrientas conjuras palaciegas
propias de viejas satrapías. Ateniéndonos a reciprocidad, si la causa
palestina legitima una guerra indiscriminada contra infieles occidentales,
y en particular contra EEUU, el atentado sufrido por este país legitima
una guerra contra toda suerte de fieles a semejante premisa. Esto no significa
una confrontación entre árabes y occidentales, sino entre devotos de la
fatwa homicida y potenciales víctimas suyas.
Me apresuro a decir que -aun mediando dicha salvedad- el ojo por ojo sería
rebajarse al nivel de los asesinos, cuando nuestra civilización dejó atrás
coartadas tan mugrientas como salvajes. Hay demasiados devotos de la fatwa
para que su castigo no represente un inmenso exterminio. Además, las serpientes
no se combaten con bastonazos en la cola, sino con golpes a la cabeza.
No se me ocurre, pues, mejor camino para evitar la espiral de venganzas
que una renuncia expresa a ella por parte de quienes la venden con promesas
de felicidad intemporal. Eso empieza exigiendo que imanes y demás líderes
islámicos denuncien expresa e inequívocamente la ecuación asesino igual
a mártir. Mientras semejante atrocidad sea artículo de fe para una religión,
dicha religión bien podría convertirse en asunto de oficio para los juzgados
de guardia.
Antonio
Escohotado
El mundo, 22 de septiembre de 2001
http://www.escohotado.org
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